La llorona

Cuando Marina se quedó embarazada empezó a sentir como la niña que habitaba en su interior empezaba a llorar, fue al instante de la concepción. Era un cigoto triste. Al principio era un llanto leve, sin embargo, a medida que iba creciendo ese guisante en su cavidad uterina, el llanto se incrementaba. A los meses, aprendió el noble arte del kung fu, y daba patadas a horas impetuosas de la madrugada. Al nacer, no hizo falta la cinematográfica palmada realizada por el doctor en la nalga para que el histérico bebé ahuyentara a toda la plantilla del hospital con sus chillidos agudos y sus lágrimas de dinosaurio.

Todo el mundo creía que se le pasaría, que era un arrebato de la infancia, que a veces tenía hambre y a veces tenía sed, que lo que quería eran juguetes o estar en brazos de sus padres. Pero no fue así, ninguna de las ofrendas ni de los actos de los mayores lograron calmar las fuentes que emergían de los lacrimales de la bien conocida por todos ‘la llorona’. Nadie entendía qué le sucedía a esa niña, que era infeliz de nacimiento y de forma crónica. En la guardería provocaba tsunamis de llantos peligrosamente contagiosos que dejaban a las maestras con sordera aguda. Todos los médicos buscaban una cura para aquella tristeza congénita que asolaba a la pequeña y que dejaba a su entorno angustiado e impotente. Pero no daban con la clave de su extraña condición. Lo que más les preocupaba era que la niña muriera de deshidratación, por eso, los vasos de su casa eran de litro y para cenar siempre había un buen caldo en la mesa esperando a ser ingerido. Ya nadie hablaba con ella, los tapones en los oídos se habían instaurado como norma y la llorona no tenía consuelo alguno.

No conseguía hacer amigos y los maestros evitaban el contacto visual para impedir desatar un ataque agudo de tristeza. Cada vez que intentaba expresarse sentía que se le hacía un nudo en la garganta, como si tuviera un pez en la glotis y notaba como se le humedecían las mejillas. Era incapaz de articular palabra sin derramar una gota de solución hidrosalina. Después de pasar por todo tipo de pruebas, especialistas y no os voy a mentir, algún que otro mago de pacotilla, a alguien no especialmente avispado, pero sí observador, se le ocurrió preguntarle directamente a la llorona el por qué de sus llantos y su desazón. Era curioso como a nadie se le había ocurrido preguntarle directamente a la interesada. La llorona de repente se quedó en shock, giró la cabeza hacia un lado y frunciendo el ceño explicó que no estaba triste, lloraba porque llevaba el mar dentro y a veces era difícil contenerlo.

Relato e ilustración de Riastone.

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