Cadamomo y anís


La ilustración es de Raquel Lagartos

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—¿Dices que está aquí dentro?

—Si, pero no hagas ruido. Tiene el oído muy fino.

—¿Cómo funcionará el…?

—¡¿Te quieres callar?!

Avanzaron por la oscura gruta, dejando atrás los trineos, los perros y los cadáveres. Desde las lanzas de hielo caía un incesante goteo de agua derretida. La respiración controlada del cazador y la agitada del científico se confundían con el eco del profundo socavón.  Cuanto más avanzaban, menos hielo había y la temperatura sofocaba a los intrusos dentro de sus abrigos de piel. Fueron a dar con un lago subterráneo e iluminado con iridiscencias poco naturales y, cuando el científico se quiso adelantar para tomar muestras, el cazador lo detuvo, lo miró, se llevó el índice a los labios y señaló hacia un peñasco que sobresalía del agua. La criatura dormía profundamente, emanando el calor que había desnudado la desangelada cueva del hielo perpetuo.

Era imposible alcanzarla sin introducirse en el lago, el cual notaron al instante casi como unas aguas termales naturales. El científico comprobó que la luz de la cueva venía de dentro del agua. Los pequeños vertebrados tenían forma de flecha y se movían como rápidos bancos de peces. Tenían el tamaño de su mano y una línea de bioluminiscencia les recorría el espinazo. Nunca había visto a aquella especie de rémoras tan de cerca, pero los identificó al instante como dracoria. Estarían descansando antes de poder volver a emprender el vuelo.

El cazador se había adelantado y ya estaba preparando la trampa. A los pies del peñasco esparcía cardamomo seco y estrellas de anís, prendió con una yesca una pequeña hoguera y una llama azulada crepitó al instante. El olor despertó a la criatura al momento, pero demasiado tarde. Fue su final.

Podríamos decir que la criatura nunca les guardó rencor, pero no sería cierto. Fue el tiempo el que actuó como bálsamo y apaciguó la rabia, pero siempre quedaron algunas briznas. No tuvo la entereza de acudir al entierro del cazador, pero si del científico. En los últimos años del erudito incluso mantuvieron una relación amistosa llena de curiosidad y conocimiento. La criatura incluso pudo ver la culpa empañando los ojos del anciano científico. Nunca le pidió disculpas, pero tampoco las necesitó, en cada uno de sus gestos estaban implícitas. A pesar de haber huido a un lugar tan recóndito, fueron en su búsqueda, y eso jamás lo entendería.

Nunca quiso tener un nombre, pero, cuando la memoria ya le fallaba a su amigo y verdugo, la confundía con su hija a la que hacía tanto tiempo que no veía y acabó por adoptarlo. Quizá le robaron la libertad de las escamas y el fuego, pero no su fiereza y longevidad. Aún a día de hoy la podéis encontrar en alguna calle, haciendo bailar a una burda imitación de lo que en un día fue y que jamás podrá volver a ser.

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