Saudade


La ilustración es de Alba Quilez

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“Yo siempre he tenido pánico al fuego y a que se quemase mi casa… cuando mi madre ponía velas, las apagaba a escondidas. Siempre tenía pesadillas con que se quemaba. Soñaba que, cuando había luna llena, se quemaba todo”

Recuerdo que cuando me dijo estas palabras estábamos muy cerca. Ella buscaba un calor amable junto a mi cuerpo, extraviando sus piernas entre las mías. El ridículo tu-tú celeste invitaba al frío a guarecerse en su piel. Mantenía una distancia confidente y escuché las palabras como si se tratara de una travesura infantil, pero había auténtico pánico maquillado que no llegué a percibir.

La dejé hablar y los temas se volvieron mucho más livianos. Cada pregunta directa y personal que me hacía, la respondía con un encogimiento de hombros o un aspaviento. Carecía de palabras.

Recuerdo no recordar nada. Siempre he tenido muy mala memoria, la mayoría de veces se trataba de minucias como el qué había comido o el cómo se decía en portugués aquel sentimiento de soledad, nostalgia y añoranza. Sabía que era una de las palabras más hermosas del mundo por su textura, con ese sentimiento en un grado alto, que provoca cierta vulnerabilidad y dolor. Pero era incapaz de recordarla y es terrible vivir en un constante presente.

Siempre busco el sustento en los libros. Como un anfibio enclenque, me alimentaba de insectos imaginados. Esos bichos eran desagradables por el mero hecho de no existir. El sonido crujiente me llenaba la boca de una falsa sensación de orden, donde la virtud es suficiente y afloraba al borde del cuerpo.

Pero la injusticia se nutre de gruesas raíces, dando lugar a agarrotados nudos y a terribles desenlaces. El secreto que esconden los libros y las historias y las anécdotas y las opiniones y los escritos y… las palabras es: no existen. No existen en su sentido más primigenio, encerramos en una serie de sonidos o rayajos aquellas cosas inconmensurables. Tratamos de poder nombrar aquella sensación de añoranza triste. Tratamos de insuflar vida y de comprender algo que nos supera.

Corazones rotos, enemigos maquiavélicos, torres de marfil, magia, el cosmos. Nada de eso es real. Es agónica la simpleza de la realidad, el constante traqueteo costumbrista.

Y el fuego acabó con todo una noche de luna llena.

Empezó en la cocina, quizá por un descuido o fruto de esos terribles desenlaces. Las llamas se derramaron con un hambre voraz y pronto llenó la casa con la incandescencia. Las fotos se derritieron con dramatismo y los libros pronto fueron cenizas.

Sobre una mesa insultantemente normal, unas páginas escritas a mano habían descansado. En ellas un personaje se daba cuenta de su fútil existencia. No tenía un pasado construido y todavía no le habían dado líneas de diálogo. Pero ya era sintiente, tenía el rostro perfilado con una enmarañada barba y un calor acogedor donde ella descansaba en la ficción.

Se perdió como tantas otras cosas. Alguien en construcción y a medias, intentando entender el sentido de todo aquello, esperando el giro dramático, echando de menos echar de menos.

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