La ilustración es de Ascensión Soria, a quien podéis seguir en Facebook e Instagram.
Mi trabajo no suele depararme excesivos sobresaltos. Regento un ryokan, un alojamiento tradicional japonés, que está en pleno camino de Shikoku, por lo que la mayoría de huéspedes que aquí acuden durante el año son peregrinos. Habitualmente no vienen con más pretensión que la de pasar una plácida noche, en busca del necesario descanso que les permita retomar su peregrinaje a la mañana siguiente.
El camino de los 88 templos recorre toda la isla de Shikoku, pero mi ryokan se encuentra en la prefectura de Kōchi, por donde discurre el tramo del camino denominado “del ascetismo”. En esta zona la concentración de templos es menor que en el resto del camino; y menor es también, por tanto, la afluencia de peregrinos.
No resulta difícil comprender, una vez referido todo lo anterior, por qué las jornadas discurren aquí bajo una envoltura de mansedumbre que consigue ralentizar el ritmo del tiempo, llegando a detener la realidad de tal manera que uno parece tener la sensación de estar viviendo dentro de una imperecedera fotografía. Aspecto que, por otra parte —y según ha dejado constancia más de un viajero en el libro de firmas de mi establecimiento—, favorece el afloramiento de las esencias más profundas del espíritu.
Recuerdo que un invierno particularmente frío en el que apenas se veía gente en el camino, recibí a una pareja. Llevaba días sin hospedar a nadie, pues no es el invierno la estación más recomendable para transitar esta región, y pocos se atreven a hacerlo en esa época. Ambos llegaron ataviados con el hakue blanco, la tradicional vestimenta del peregrino de Shikoku, además de la sugegasa de bambú para la cabeza y el largo kongozue de madera, un bastón que simboliza al mismísimo Kōbō-Daishi, legendario fundador de los 88 templos que componen el recorrido, y que más allá de su carga simbólica constituye una estimable ayuda para aquellos peregrinos a quienes se les atragantan las etapas más agrestes del camino. Ella lucía lozana y límpida. Parecía que ni el tiempo ni los kilómetros le hubiesen hecho mella alguna. En sus modos y maneras de comportarse, discretos y modestos, no se intuían síntomas de cansancio. Él, en cambio, evidenciaba haber padecido en mayor medida los rigores del camino, a juzgar por su rostro arrugado, su mirada agotada, casi siempre apuntando al suelo, y sus frecuentes suspiros.
Traté de agasajarlos con toda la hospitalidad de la que era capaz, siendo los únicos huéspedes a quienes tenía que atender aquella noche. Tomaron Udón y Tataki para cenar, sin desviarse un ápice de la tradición culinaria de la isla. Quise empezar una conversación, y averiguar qué motivos les habían empujado a iniciar su peregrinación. Según me relataron, simplemente albergaban la esperanza de ahuyentar los caprichosos males que en ocasiones azotan nuestras vidas. Les pregunté si buscaban alejar de ellos la enfermedad, o si quizá pretendían rehuir algún otro tipo de desgracia, o simplemente la mala suerte. Pero no tuvieron ánimo de prolongar más la conversación, y se retiraron a descansar en seguida. Parecían ceñirse de forma rigurosa a un férreo plan de viaje.
Me sorprendió que, tratándose de un matrimonio, hubiesen cogido habitaciones separadas. En un primer momento juzgué que preferían priorizar el descanso personal sobre cualquier otro tipo de consideración, habida cuenta de la larga peregrinación que todavía les esperaba. Aunque los sucesos posteriores me hicieron comprender que quizá había otras razones detrás de ese llamativo comportamiento.
Durante la noche, un insistente ruido que procedía del almacén interrumpió mi sueño. Supuse que algún animal se habría colado, buscando algo para comer. Cogí una lámpara y salí de cama, impaciente, con intención de espantar a la criatura cuanto antes y poder regresar rápidamente al calor de mi lecho. Cuando llegué al almacén, sin embargo, me encontré con que el origen de los sonidos nada tenía que ver con lo que yo había imaginado. Al asomarme al lugar de donde procedía el ruido pude ver que la cabeza de una mujer estaba encaramada a la parte superior de uno de los estantes, dando rápidos y ansiosos lengüetazos a una lata que contenía aceite para lámparas. Intuí que se trataba de una mujer por la larga cabellera, que ocupaba poco menos de la distancia que mediaba entre la cabeza y el suelo. Y digo únicamente cabeza porque durante esa primera impresión no logré atisbar, en ninguno de los rincones que mi vista llegaba a alcanzar, el cuerpo, cualquiera que fuese, al que esa cabeza debía por fuerza pertenecer. Paralizado, contemplé la escena, sin llegar a comprender realmente lo que sucedía ante mis ojos. El ruido de los lametones no cesaba, perturbador y constante. No fue hasta unos instantes después que me di cuenta de que la cabeza estaba sostenida por un cuello inconcebiblemente largo, que se prolongaba hasta más allá del espacio que era capaz de iluminar con mi lámpara.
Finalmente, la extraña criatura ser percató de mi presencia. Dejó por un momento de sorber lo que para ella debía de ser sin duda un suculento elixir para pasar a centrar toda su atención en mí. Sus ojos, negrísimos, contrastaban con el decoloramiento extremo de su rostro, tan pálido que se podían apreciar con absoluta nitidez las incontables venas que se le ramificaban bajo la vítrea tez. Desde las comisura de sus labios se deslizaban oscuras gotas de aceite. La imagen me causó tal pavor que la lámpara se me cayó al suelo, apagándose en el acto. La más amenazante oscuridad penetró todo mi ser. Me eché al suelo, aterrado, tratando de recuperar la lámpara. En torno a mí, escuché unos torpes golpes contra las paredes y algún que otro objeto caer y estrellarse contra la madera del suelo.
Cuando conseguí encender de nuevo la lámpara, el silencio se había vuelto a instalar en la estancia. Junto a los estantes, descubrí un rastro de aceite que conducía al pasillo, de vuelta a las habitaciones. Lo seguí y me acabó conduciendo hasta la puerta de la habitación en la que dormía la mujer. Allí, me debatí entre el terror paralizante a encontrarme de nuevo con la fantasmagórica presencia del almacén y el deber de un anfitrión de proteger a una huésped indefensa, que muy probablemente se encontraba al otro lado de la puerta bajo la amenaza de la horripilante criatura, cuyas intenciones a buen seguro no eran nada benévolas.
Aún sin estar del todo convencido, reuní valor para abrir la puerta y encarar lo desconocido. Pero contrariamente a lo que esperaba, no percibí nada extraño en el interior. La mujer dormía, al parecer, plácidamente. Mi irrupción no la había despertado. Estaba tumbada en el lecho, de costado, dándome la espalda. El tejido de su yukata se tensaba y arrugaba sobre la piel, cíclicamente, al ritmo de su casi imperceptible respiración. A continuación comenzó a moverse, para cambiar de postura. Su cuerpo empezó a rotar orientándose hacia la puerta, donde yo me encontraba. Me dispuse entonces a abandonar la habitación, temiendo que la luz de mi lámpara pudiese despertarla si llegaba a incidir sobre sus ojos. Pero antes de cerrar la puerta por completo, en el último vistazo que pude dar al interior, me fijé en que su cabeza no había cambiado de posición. Mientras su cuerpo había rotado por completo, quedando finalmente orientado hacia la puerta, su cabeza permanecía todavía mirando hacia la pared opuesta, con el cuello realizando una torsión imposible.
No me atreví a abrir de nuevo. Regresé a mi habitación deprisa, preso de la angustia. A pesar de que deseaba olvidar todo lo que había visto y hundirme en el más profundo de los sueños, mi oído permaneció el resto de la noche alerta, sensible a cualquier sonido que fuese mínimamente perceptible. Afortunadamente, ya no volví a escuchar nada más, pero tampoco me fue posible volver a dormir.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, la pareja se desenvolvía con completa normalidad. Yo, desde cierta distancia, escrutaba a la mujer. Me fijaba en su rostro, en su cuello. No quedaba señal alguna de los desagradables rasgos que había podido contemplar durante la noche. Una de mis miradas acabó cruzándose con la suya. Por puro automatismo profesional respondí con una sonrisa, aunque mi ánimo todavía estaba dominado por una tensa turbación. Deseé que tuviesen presteza para partir, la misma que habían demostrado la noche anterior para cenar. Y así fue. Tras equiparse con sus enseres de peregrinos, se despidieron de mí con una candidez que en otras circunstancias me hubiese parecido deliciosa. Sin embargo, en esta ocasión me invadía el desconcierto. ¿Era consciente él, ella, o ambos, de la maldición, o lo que quiera que fuese, que recaía sobre esa mujer?
Antes de despedirse, me dieron las gracias por haberles procurado una noche tan verdaderamente apacible. Por supuesto, no los hice partícipes de lo que había sido la noche para mí. Tengo un negocio y el objetivo prioritario es siempre que los clientes se vayan satisfechos. Tomaron el sendero de los 88 templos con paso sereno. Al fin, en cuanto sus blancos chalecos de peregrinos terminaron de sumergirse entre la espesa vegetación, dejé salir un prolongado, deseado, profundo y gozoso suspiro de alivio.