Tendidos en la azotea un domingo cualquiera, oyendo los grillos entonar melodías cual juglares, vislumbramos por primera vez las luces que emergían del cielo tales suspiros en la recóndita noche. Y de pronto una luz hipnótica nos cautivó. Era la Luna, paraíso de ratones.
-Verás Tim, en un pasado muy lejano, inclusive más lejano que cuando nuestros maestros iban a la escuela, en tiempos obsoletos, el Sol y las estrellas eran las únicas luces que se distinguían en el firmamento. Estas últimas se encargaban del ámbito nocturno como noctilucas en el océano Atlántico. Y el Sol fosforecía durante el día.
Asimismo, aún teniendo gran afán de protagonismo, el Sol sumido en su desdicha pidió a la Luna, que en esos momentos era una luz tan insignificante que era abatida por cualquier luciérnaga, se metamorfoseara en la luz más potente y reinara en la oscuridad. Dando así descanso al alicaído Sol.
Luna con un énfasis desbocado empezó a recoger estrellas esparcidas por el cielo y alguna luciérnaga que indagaba más allá de lo que le era permitido. Y así fue aumentando su destello circular, convirtiéndose en testigo de romances irremediablemente contagiosos, desamores, venganzas, muertes, brujería, licantropía, vampirismo, llantos y sobretodo del silencio y la estupefacción que mostraban los seres al contemplarla. Símbolo de tranquilidad y de misterio, Luna consiguió mucho más reconocimiento, provocando al Dios Sol unos celos que lo estaban volviendo loco.
Sol, movido por el tesón al poder, el desdén y la popularidad, se enfrentó contra la serena Luna que no ansiaba más que seguir presenciando lo que desde entonces admiraba desde las grandes alturas. Así que para evitar que la Luna tuviera más importancia que él mismo, y recordándole que la idea de que ella tuviera luz había surgido de su ingenio, le hizo firmar un acuerdo, en el que ella se comprometía en ir esparciendo sus estrellas equitativamente hasta dejar de centellear, pero asimismo reclamaba el simple derecho de poder brillar con la mayor intensidad posible una vez al mes. Y seguir con el mismo proceso, elaborando así el ciclo lunar, en el cual la Luna hacía crecer o disminuir su tamaño, pero eso sí, un día de cada mes conseguía sentirse el ser más fosforescente y orgulloso de la faz de la Tierra, había llegado al estrellato y mucho más.
Al terminar hizo una mueca, y me guiñó el ojo. No sabía a qué se estaba refiriendo. Pero esa historia acababa de dejarme maravillado, como si nunca antes me hubiera fijado en el techo estelar, me sentía como si alguien me hubiera lanzado un conjuro. Y lo había hecho, aunque en esos momentos yo era inconsciente. Esa criatura aparentemente ignorante, era la persona más sabia que conocería en años. Me había embaucado con su narración y ya no había salida. Cada domingo subiría a la azotea para que su voz me enredara en mundos extraños y su magia me elevara a rincones inhóspitos donde todo lo inimaginable era posible. Esa azotea se convertiría en nuestro propio planeta, y nuestras vidas en “domingos astrománticos”.
Relato e ilustración de Riastone.