En la Comunidad del Próspero Augurio casi todos sus miembros tenían algo que aprender, pero también algo que enseñar.
Beca era curiosa, con talento artístico y una lealtad inquebrantable; aunque en ocasiones podía llegar a ser algo obstinada e impetuosa. Sus líderes maestros siempre le habían enseñado que los libros y la tradición atesoraban toda la sabiduría que era necesario conocer. Pero Beca prefería pensar que, más que fuentes de sabiduría, esos libros y tradiciones eran un registro incompleto del saber disponible hasta una fecha determinada. Incompleto porque, al igual que sucedía con los paisajes que ella misma plasmaba en sus lienzos, ni los libros ni la tradición podían incorporar con la suficiente presteza la admirable belleza que a cada instante el mundo producía. Ella podía plasmar un paisaje con bellos y precisos trazos, pero desde el mismo momento en que terminaba su obra, el paisaje real continuaba cambiando, siempre en permanente mutación. Su pintura, por lo tanto, perdía vigencia nada más rematar la última pincelada.
Quizá las herramienta de sus maestros eran las únicas a las que podían aspirar los vivos, pero eran imperfectas. Que algo se haya hecho siempre de la misma manera no quiere decir que sea la mejor manera de hacerlo.
Estaba convencida de que no había forma de confinar toda la sabiduría, sino que ésta se encontraba libre y ramificada en la naturaleza viva, creciendo y expandiéndose a cada segundo. En todos los seres, en cada momento y en cada lugar, el mundo estaba ofreciendo una riqueza que valía la pena conocer y disfrutar. La sabiduría solo podía experimentase auténticamente participando de la experiencia de la vida. Le fascinaba la idea de poseer toda esa erudición. Pero era consciente de que una única persona difícilmente podía aspirar a cumplir tal pretensión. Por eso su obsesión era conservarla y ponerla a disposición de todos los hombres y mujeres vivos.
Para Beca, el lugar más emblemático de la Comunidad era el Bosque de las Ánimas. Cuando alguien fallecía en la Comunidad del Próspero Augurio, todas sus vivencias y conocimientos se marchaban con esa persona. Pero, sin embargo, no se perdían. En el bosque de las ánimas nacía un árbol por cada persona que abandonaba el mundo de los vivos. Y quien quiera que quisiese pasearse entre los árboles de ese bosque milenario, con la paciencia y la disposición para dejarse imbuir de su reconfortante armonía, salía del Bosque siendo una persona más sabia. Los espíritus que habitaban aquella majestuosa vegetación acogían con hospitalidad a quien con buen talante decidía acercarse a sus dominios, y agasajaban al visitante con imperceptibles pero valiosos dones.
Así funcionaba aquella Comunidad, mediante un equilibrado y sinérgico trasvase de energías.
Beca pasaba mucho tiempo allí, impregnándose de la estimulante fragancia que el contacto cercano con las más puras esencias emanaba. Pero el día en que el indeseable paso de un funesto visitante transformó el limpio aroma de la savia viva en el detestable tufo de la madera quemada, el mundo se le derrumbó encima.
Un incendio calcinó el Bosque de las Ánimas. Beca corrió a intentar salvar lo que quedase de vida tras la catástrofe, pero se encontró con un recibimiento hostil. Los espíritus del Bosque, tras haber sufrido un infinito tormento, rechazaron que cualquier persona viva accediese a su malogrado santuario. Devastadas, las almas perdieron la confianza en los vivos.
Beca instó a sus líderes maestros a que tomasen medidas para reparar aquel desastre, a que capturasen al causante, a que moviesen cielo y tierra para proteger toda aquella riqueza. Ellos quisieron quitársela de encima con vagas promesas. No les gustaba que una joven alumna les fuese con exigencias acerca de qué decisiones era conveniente tomar. Adujeron que poco podían hacer para detener al causante, puesto que no había manera de identificar a un agresor que calificaban de invisible y escurridizo, pero que pondrían todo de su parte para impedir que algo así se volviese a repetir.
Al año siguiente el bosque volvió a arder. Beca ya no trató de hablar con sus líderes maestros. Hizo suya la rabia de las almas calcinadas y montó guardia en los lindes del Bosque. No permitió a nadie la entrada. Lo hizo hasta el final de su vida. Hasta que se convirtió en un joven árbol que medraba sobre la ceniza, con sus raíces hincadas en la tierra abrasada. Quería proteger un tesoro, salvarlo de la destrucción; pero, al mismo tiempo, evitar que ninguna persona viva pudiese ponerlo en riesgo.
Así se convirtió en el espíritu más hostil que jamás ha habitado el Bosque humeante.
La ilustración es obra de Xoan de Arellano, a quien podéis seguir en Facebook.