La piscina de aislamiento

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El vestuario tenía una puerta de entrada y otra de salida en el lado opuesto. Un único banco ocupaba el espacio extendiéndose en dirección a la otra puerta. Sarah se quitó la camiseta y la colgó en una de las perchas que asomaban en el travesaño del banco. ¿Para qué harían falta? Nunca entraba más de una persona en el vestuario antes de la prueba. Terminó de recogerse el pelo y se enfundó el gorro de piscina. Notó cómo se le estrujaban las orejas contra cráneo y se palpó el caprichoso bulto que el latexkin modelaba al adherirse sobre estas a su cabeza. Se paró frente a un pequeño espejo ovalado con el bañador deportivo puesto y se dio cuenta de que tenía el ceño fruncido.  Se exploró el rostro. ¿Hacía cuánto que no se veía? Hola, Sarah, soy yo, cómo estás. Torció un poco los labios, obligándose a sonreír un chiste sin gracia.

Intentó reconducir sus pensamientos. Ahora miraba fijamente al espejo, pero no a sus ojos. Miraba más allá, a través de las pupilas, a un túnel opaco y dilatado que se estiraba eternamente como el juego de lentes de una cámara. Si no pasaba la prueba quedaría suspendida un tiempo de empleo. La Agencia sometía a estos controles a todos sus agentes de nivel 2, los que saltaban a una simulación cada dos meses. En realidad, no era para tanto quedar apartada del cargo. Los agentes de nivel 2 era personal excepcional, La Agencia lo sabía y los cuidaba. No pasar una prueba de entrenamiento (o de mantenimiento, como a ellos les gustaba llamarle) daba lugar a una especie de baja médica obligatoria con todas las coberturas posibles y el 100% del sueldo. Fallar significaba para Sarah admitir que algo no iba bien. Que en su cabecita se estaban haciendo sólidas ciertas preocupaciones que ya no podría ignorar. Que podía equivocarse, que no era la persona infalible que se pensaba… que estaba triste.

Se colocó los auriculares antiacústicos y las gafas opacas y se dirigió a tientas hacia la puerta de salida, que quedaba a unos pasos del espejo. Un pasillo con paredes de tejido crepuscular se enroscaba sobre sí mismo para atrapar la luz. Recorrió el pasillo con paso seguro y se preparó mentalmente para la prueba. Al salir se dio cuenta de que había perdido toda orientación y notó el olor a cloro. Estaba al borde de El Cofre. Las simulaciones se llevaban a cabo en condiciones muy parecidas de privación de sentidos, en un tanque o piscina lo suficientemente amplios como para que el sujeto pudiese tener un feedback entre su psicomotricidad  y el entorno virtual. La lista de sustancias psicotrópicas, estimulantes, aceleradoras y sensibilizadoras que componían el suero clorado donde se sumergían los agentes ocupaba varias páginas del contrato: una vez firmado rara vez se volvía a acceder a la lista completa. En algún control médico se dejaba caer alguna que otra vez el nombre de una sustancia, si el tratamiento se relacionaba con una reacción anómala, hipersensibilidad, alergia o efectos secundarios.

Sarah levantó los brazos a la altura de los hombros, estirados en perpendicular a su cuerpo. Dos asistentes se encargaron de bajarla lentamente y Sarah notó la línea del nivel del líquido subiendo por su cuerpo hasta el cuello. Sabía que solo tendría unos minutos más, así que acompasó la respiración, aspirando cada vez más profundamente. Se trataba de una de las pruebas más duras, El Laberinto, y comenzaba tras sumergirse unos cinco metros en apnea. La orientación espacial era vital. Se inducían al sujeto percepciones sobre entornos exteriores: una red de túneles que tendría que recorrer nadando. Si cualquier movimiento producía un roce con la arquitectura virtual, fallaría la prueba.

Realizó una última inspiración y empujó su cuerpo bajo la superficie. Se imaginó pasillos cuadrangulares, del mismo mosaico azul que el fondo de una piscina, a medida que se impulsaba batiendo con las piernas y  moviendo la cadera, usando el aleteo para recorrer unos metros hasta el primer giro. Bordeó el primer ángulo arqueando la espalda y avanzó unos metros más, hasta donde percibió un cambio de dirección, esta vez, hacia abajo. Liberó una burbuja de aire que notó fluir, resbalando por sus mejillas y su cuello, en dirección opuesta su descenso. Sabía que en algún momento el recorrido contendría un violento cambio de sentido y se preparó… giró una vez más y sorteó tres subidas y bajadas. Parecía atravesar una retorcida tubería, pero ella solo visualizaba un túnel de mosaico azul, lleno de aristas, filos que le podían hacer perder.

Por fin, acometió el ascenso por lo que adivinaba como una chimenea submarina de una decena de metros. Se le agotaba el aire. La última bocanada hacía presión en la garganta. Buceó unos metros más. ¿A cuanto estaría de la superficie? Continuó avanzando, sin notar el rastro del nivel del agua que haría un molde roto de su cara al salir… Pero no. Dos metros más, tres, dolor en los oídos. Fosas nasales casi invadidas por el agua clorada. Podía soltar la última burbuja para orientarse, pero, ¿y si estaba nadando en la dirección equivocada? De nada le serviría: se ahogaría en segundos. De pronto, palpó la superficie dura. Golpeó con los puños. La burbuja ascendió como un gran globo maleable, adoptando la forma de su cara. Se dio cuenta que había estado nadando hacia el fondo. Una señal acústica puso final a la prueba. Sarah emergió aspirando agónicamente,  como pudo, entre toses. Se deshizo de los auriculares y las gafas y las luces de El Cofre se encendieron. La piscina tenía las paredes y el fondo pintados de negro.

Unas semanas después, seguía con el ceño fruncido cuando accedió con su login a las notificaciones de La Agencia. ¿Por qué había sido elegida para el siguiente salto?

Este relato es una precuela del anterior Sarah A.G.E.N.T.  y hemos tenido la suerte de poderlo acompañar de una imagen de la misma autora; Martin Corella, de quién puedes ver más en Facebook y por supuesto asomarte a su Instagram

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