El ciclo final de cada año en mi escuela de magia es bastante agitado, sobre todo en la época de asignación de misiones anuales. Era mi tercer año, y ya sabía un poco cómo funcionaba el asunto. Tras dos años dedicando unos días tranquilos y agradables a enseñar hechizos básicos en pueblos remotos de montaña, estaba deseando que llegara el día, para poder descansar un poco del bullicio de la escuela y de la rigidez de sus normas. Pero aquella vez, la suerte tenía una sorpresa para mí.
Cuando vi que me mandaban a la cuenca de los dragones, estuve a punto de ir a protestar. Luego recordé que allí también hay escuelas prestigiosas, y pueblos costeros que merece la pena visitar. En la escuela suelen cuidarnos bien, confiaba en que no me dejarían a mi suerte. Me equivocaba. No me mandaron a la costa, ni a la zona alta, sino tierra adentro, a la ciénaga, a un pueblo cuyo nombre se escribe sin vocales. Un pueblo asentado en una zona de paso migratorio de dragones fluviales. Un asentamiento que se inunda y queda medio derruido con cada migración, y cuyos habitantes siguen empeñados en reconstruir.
Debe de ser el lugar más hostil y deprimente del mundo. Sí, vale, los paisajes son preciosos… el primer día. Después empieza a hacer mella ese calor húmedo, pegajoso y aplastante contra el que no hay defensa posible, y la tensión de saber que casi todo lo que te rodea puede herirte o matarte. Pasé unos días horribles en los que pensé que nada podía ir peor, hasta que llegó mi compañero, Samu.
Era joven, y con demasiado talento para la magia. Además, estaba bajo mi tutela, pero era imposible controlarle. Desde el principio, cuando descubrió lo mucho que la visión de un dragón de río aterrorizaba a la gente, cogió la costumbre de invocar un elemental de agua y pasearlo por el pueblo hasta que se cansaba. Boicoteaba todo mi trabajo, o se dedicaba a jugar mientras yo reparaba, daba clase, organizaba, transportaba… y nunca dejaba de reírse de mí.
Aquella mañana, cuando me despertaron los gritos, no me cupo duda de que había vuelto a las andadas. Me asomé a la ventana y le vi subido a la barandilla de una de las cabañas flotantes, acariciando la cabeza de su invocación. Había gente en la orilla, gritándole con gestos amenazadores, pero él ni siquiera se había percatado.
Me ajusté la incomodísima túnica de verano como pude antes de salir, y crucé el puente corriendo, con la rabia palpitándome en las sienes.
—¡Samu! —le grité desde abajo—. ¡Samu! ¿Qué haces?
—¡Buenos días, Minaira! —me saludó con su voz ronca de adolescente—. ¿Has visto que bonito me ha quedado hoy?
Se puso en jarras, supongo que para mostrarme que bajo la capa no llevaba más que uno de los mínimos taparrabos que usan las gentes de la zona. Era su forma de burlarse de mi respeto al protocolo de vestimenta de la escuela. Se descolgó por la pared de la cabaña hasta llegar a mi altura, con movimientos pretendidamente vistosos.
—Samu, no puedes invocar sin mi permiso —le espeté en cuanto le tuve a tiro—. No puedes hacer ningún hechizo mayor sin mi supervisión.
—¿Invocar? ¿Quién está invocando?
—No tiene gracia, mira la que has montado.
—Ya, ¿a que sí? —dijo con una carcajada.
—¿Tú tienes idea de lo que es vivir con el miedo a que un dragón arrase con tu pueblo?
—No, pero tiene que ser divertidísimo. ¿Sabes que las casas estas flotan? Si se parten los amarres, se…
—Samu, no puedes hacer esto.
—¿No?
El elemental se acercó a mí, abriendo ligeramente las fauces. Estaba conseguidísimo… sentí una punzada de envidia al darme cuenta de que yo estaba a años de poder invocar algo semejante. Decidí zanjar el tema por las malas. Levanté la mano, con la intención de disipar la invocación de la forma más brusca posible. Pero Samu me estaba esperando.
De pronto, las escamas de agua me parecieron acero. El elemental se aferraba a la realidad con tal fuerza que sentí que era yo la que de disipaba, como si mi piel se volviese irreal y transparente. Miré al mago, y me encontré en sus ojos un brillo enloquecido, terrorífico. Se acercó a mí con una sonrisa cruel, y presionó contra mi energía con más fuerza. Sentí que el miedo me formaba un charco frío en el estómago. No era su habitual competitividad de cachorro, estaba buscando hundirme. Había un sadismo de fondo, un odio visceral en su forma de arremeter contra mí. Y supe que no podía ganarle.
Justo cuando me flaquearon las fuerzas, la presión desapareció. Por un momento, no supe dónde estaba. Y entonces algo me golpeó con tal fuerza que no me dio tiempo a gritar. Sentí frío, no podía respirar, todo me daba vueltas… hasta que cesó.
Me vi tirada en el suelo, con la hierba húmeda contra la cara. A mi lado, Samu se retorcía de risa.
—¡Te lo has desinvocado encima! ¡Eh! ¿Habéis visto eso? —gritó—. ¡Ha sido una pasada! ¡Le ha dado en toda la cara!
Me levanté como pude con el peso de mi ropa empapada, y sin una palabra, le agarré del brazo y le arrastré por el paseo central. Se dejó llevar aún riéndose como un idiota, seguramente sabiendo que no tenía nada que temer. Necesitaba hacer algo, pero no había nadie en todo el pueblo capaz de contener a un salvaje como él.
Cerca del embarcadero, me detuvo una mujer grande, no recordaba su nombre, a la que solía ayudar a cargar y descargar los barcos. Yo estaba fuera de mí, y tardé en entender lo que me estaba diciendo. Cuando al fin conseguí calmarme, le expliqué el problema.
—¿Y a dónde le llevas? —me preguntó.
No supe contestar.
—Minaira… hemos tenido aprendices como tú por aquí muchas veces, y siempre pasa lo mismo. No os aprendéis nuestros nombres, pero venís a pedir ayuda cuando las cosas se tuercen —dijo—. Quería hablar contigo de esto, pero nunca tienes tiempo para escuchar. Si esto no cambia, tendrás que irte.
—Uuuuh, te vas a meter en una buena —interrumpió Samu.
—A ti no te quiero oír ni una palabra —le cortó la mujer—. Ya hemos dado aviso en tu escuela de tu comportamiento, está en su mano. Ahora estoy hablando con ella.
Se encogió de hombros y se zafó de mi mano. Yo estaba demasiado impactada como para retenerle.
—¿Irme? —acerté a contestar—. ¿Por qué?
—Sé que haces lo que puedes, pero vienes de lejos, no conoces nuestras costumbres. Has venido a aprender, pero desprecias todo lo que te rodea. Se nota que te parecemos ignorantes, ¿no ves cómo organizas y das órdenes? Se supone que venís a poneros a nuestro servicio, pero en lugar de eso, nos enseñáis cómo actuar, nos intentáis cambiar. Claro que nos gusta aprender, pero sabemos arreglárnoslas, llevamos haciéndolo mucho tiempo.
—Yo solo intentaba…
—Ya lo sé, Minaira, eres una gran persona, no lo dudo. Es lo que has aprendido. Mi color, mi ropa y mi aspecto te dicen cosas de mí que no son ciertas…
No podía creer lo que estaba oyendo. Lo había dado todo por hacer mi trabajo en esa ciénaga perdida, y me estaba enfrentando a la deshonra de volver sin haber completado mi misión.
Alguien estaba gritando a lo lejos en un idioma que no entendí. La mujer se volvió, intercambió unas cuentas palabras a pleno pulmón y me miró de nuevo. Tenía los ojos temerosos y resignados.
—Me encantaría seguir contándote, pero parece que hoy toca lección práctica.
—¿Qué?
Varias personas gritaban y corrían por el paseo. Dos niñas ayudaban a sacar un barco del río. Había algo muy diferente en el ambiente, algo a la vez emocionante y aterrador.
—Puede que después de esto lo entiendas todo. Vienen los dragones.
Arte de: David Revoy
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