El escritor confiaba en su imaginación. Consideraba que su mente era un afinado mecanismo de creatividad capaz de confeccionar historias tan intrincadas como las que surgían de las interacciones cotidianas, propias del mundo real. La única concesión que su inspirado talento hacía al mediocre escenario de la realidad era en lo relativo al aspecto de los personajes. Todo lo demás provenía de su acertado ingenio. Su metodología consistía en sentarse en un parque, una plaza o cualquier otro sitio donde concurriese la muchedumbre, y observar a la gente pasar. Escrutaba rostros, andares, gestos, mientras los involuntarios aspirantes a protagonizar sus futuras ficciones caminaban ajenos al examen al que eran sometidos. Si veía a alguien que le resultaba interesante, anotaba su descripción en un cuaderno. Más tarde, en la intimidad de su escritorio, creaba una biografía para esos personajes. Y a partir de esos rudimentos, su imaginación proyectaba una historia.
Esa tarde había anotado dos personajes en su cuaderno. Luther Q., un hombre de mediana edad de apariencia elegante; y Samantha K., una joven esbelta de pálida tez. Por la noche, las vidas de estos personajes adquirieron forma en las páginas que brotaban de la fértil inventiva del escritor: los dos protagonistas se conocían por casualidad en el parque, pero enseguida se entendían y entablaban una agradable conversación que, tras un largo paseo, los llevaba a un destino completamente diferente al que habían previsto. El escritor siguió frecuentando emplazamientos populosos en busca de nuevos personajes. Una tarde, en un parque, observó que Luther Q., que caminaba distraído leyendo un libro, chocaba accidentalmente con Samantha K., que venía en la dirección opuesta buscando algo en su bolso. Como consecuencia, libro y bolso acabaron por los suelos. Ambos se ayudaron a recoger sus pertenencias y después se alejaron charlando animadamente. El escritor, que había contemplado con grata sorpresa el suceso, regresó excitado a su casa, convencido de la superioridad creadora de su mente, de la que brotaban historias tan verídicas como aquellas que la imprevisible providencia es capaz de hilvanar un día cualquiera en cualquier parte. Esa misma noche continuó escribiendo con entusiasmo: los dos personajes iniciaban un romance, pero todo resultaba ser una perversa urdimbre preparada por Luther Q., un psicópata discreto pero letal, a quien dominaba la irrefrenable pulsión de asesinar a cualquier mujer que hubiese sucumbido a sus encantos.
Días después, el escritor leía horrorizado una noticia en el periódico: encontrado el cuerpo sin vida de una esbelta mujer de tez blanquecina con signos de haber sufrido una muerte violenta. La policía buscaba al asesino. Asustado, el escritor destruyó todo el material que había estado escribiendo en los días previos. Borró apresuradamente cualquier rastro que pudiese haber quedado de sus relatos acerca de la misteriosa vida de Luther Q. Pero eso no lo tranquilizó. Sentía que en su mano estaba la posibilidad de hacer algo más, de remendar en cierto modo el dañado provocado. Se sentó ante la hoja en blanco dispuesto a escribir la inevitable muerte de Luther Q: días después del crimen, Luther Q. planeaba coger un tren con la intención de huir de la ciudad para siempre. Pero entre el tumulto que se arremolinaba en la estación, recibía una puñalada mortal de Dorothy K., que resultaba ser la hermana de Samantha K.
El escritor acudió a una estación de ferrocarril con la idea de presenciar la escenificación de lo que su imaginación había alumbrado. No percibió, sin embargo, la presencia de Luther Q. en ninguno de los rincones que exploró durante su recorrido por la estación. Desconcertado, el escritor se dirigió a la salida pero se vio arrastrado por un grupo de gente que acudía a la última llamada para el próximo tren. Atrapado entre el tropel, el escritor no era capaz de zafarse de la corriente que lo empujaba. Entonces sintió que una ráfaga de frío penetraba a través de su camisa. Frente a él, pese a la contraída expresión de rabia, pudo reconocer el rostro de la joven que había utilizado para dar vida a la Dorothy K. de su historia. La mano de la muchacha sostenía firme el mango de un estilete que tenía la hoja completamente hundida en su abdomen. Su camisa blanca comenzaba a teñirse de rojo. “Tú has sido el responsable”, le dijo Dorothy K. Después, la joven retiró el arma y desapareció entre la gente. Mientras se desangraba en el suelo, el escritor trató de encajar lo que acababa de suceder en la estructura narrativa que él mismo había ideado: Dorothy K. resultaba ser una fiel lectora de su obra. Tanto como para reconocer su firma indeleble, su inconfundible sello de autor en los trágicos sucesos recientemente acaecidos.
En esos últimos instantes, el universo de lo real se le había presentado como un escenario sorprendente, y con más costuras de las que nunca había llegado a considerar. Un ápice de asombro lo embargó, pero ya no tuvo tiempo para pensar nada más.
La ilustración es de Alba Casanova, a quien podéis seguir en su web.