El problema no fue el fuego, ni los gritos, ni la sangre. Ni siquiera el tsunami que arrasaría Minato a las pocas horas de que se fuera. El problema fueron sus ojos.
El chillido de las alarmas me despertaron. Eran las nucleares. Vi a Sora asustada pero recordé el protocolo C13: bajar las persianas, apagar el gas, la luz y el sistema iónico, coger la máscara y salir en busca del refugio más cercano. Sora no se separaba de mí.
Al salir de casa me di cuenta de que todo había vuelto a empezar. Desde el cielo enmarcado por los bloques de la calle volaban decenas de aviones de guerra hacia el puerto. Oscuras columnas de humo se levantaban como funestas torres por todo el distrito. Ahora no veía mal la opción del exilio que promulgaba la oposición.
Un vecino salió del portalón de enfrente y me sacó del ensimismamiento. Corrió calle abajo y nosotras tras él.
Llegamos al cruce de Roppongi. Las sirenas eran más intensas aquí. Seguían con su compás creciente y menguante, siempre amenazante, anunciando la muerte pero los militares ya habían llegado.
Se expandían por todo el cruce como la esperanza. Con tanques cortaron las carreteras y mandaban a los civiles hacía el búnker de Azabu por el parque del oeste. Sería fácil llegar custodiados por las copas de los árboles, estaríamos a salvo hasta el refugio. El vecino ya se había perdido entre la riada de gente buscando a sus familiares. Posiblemente.
Miré esperanzada a Sora de vislumbrar una salida pero no estaba a mi lado. Corrí entre la gente, me choqué con un niño y un anciano intentó pararme. No la veía.
Subí a un muro para tener mejor perspectiva y la vi correr calle arriba, presa del pánico, justo al contrario de Azabu. Fui tras ella.
Sora corrió hacia nuestro edificio. Quizá me perdió de vista y regresó a casa para buscarme o quizá se le olvidaron las llaves del candado de la bici. No lo sé y ya no importa. La sombra se echó sobre nosotros. Había llegado y empezaba por Minato. Hacía años que no lo hacía.
Un ser con pinta de lagarto lleno de escamas y más alto que la Torre de Tokyo ahogaba las nucleares con sus aullidos. No había duda, era Gojira.
Caminaba hacia el norte con su andar cansino, destrozando los barrios bajos e incendiando las torres con su aliento de fuego. Minato ya era un caos y nos había pillado a todos desprevenidos. Era cuestión de tiempo, Tokyo estaba condenada. Otra vez.
El gobierno anunció que Gojira murió en la batalla de los Muros de Edowaga. Y quizá fuera cierto. Los ojos de este monstruo no eran como los que vi. El Gojira de ahora los tenía encendidos en ascuas amarillas, fulgurantes desde su interior. Sin vida. Por lo demás me parecía el mismo ser que pude ver en aquellos vídeos pixelados que repetían cada 23 de DYO por la televisión pública.
Sora estaba hipnotizada por su mirada. Estaba a su lado y ni se percató de que estábamos juntas. Maullé pero era imposible que me escuchara con las sirenas y los aullidos.
Fue entonces cuando el Kaiju alcanzó a Sora que, petrificada, la aplastó. Gojira posiblemente ni la vio. Como Sora. No la culpé. Fueron sus ojos.
Ilustración de Miquel Muerto. También podéis seguir su trabajo en Behance y en Termita Press.