«De pequeño tenia un pez naranja al que adoraba. Un día se murió y mi madre, anteponiéndose al drama que se venia, me contó que si lo enterraba en una maceta crecería una planta. Lo planté y al día siguiente apareció una planta llena de flores naranjas. Fue muy enternecedor por su parte, pero yo viví convencido de que los peces se transformaban en plantas hasta bien entrada mi adolescencia»
Recuerda el sonido del cuco dando alguna hora en punto, a su padre aspirando con fuerza de la pipa de nogal, a su hermana poniéndose de puntillas para mirar los libros del estante más alto y soñando con sus letras. Su madre entraba por la puerta en ese momento, dejando el paraguas empapado y secándose los pétalos de tempestad.
Unos golpes parecían querer derribar las puertas: secos, imperativos, inquisidores. Unas sombras chinescas, carentes de corola, se apostaban en la puerta. Las siluetas húmedas guardaban el dintel, sin palabras en sus labios prietos, los agarraron con sus manos enormes y entre gritos los sacaron con presteza. Solo pudieron coger acervos suficientes para llenar una maleta. Su hermana se dejó libros por leer, su padre se dejó la pipa, su madre la sonrisa…ella, se dejó hasta el nombre.
Los agolparon en una plaza donde la inquietud silvestre trepaba entre el repiqueteo de la tempestad. El alambre de espino los rodeo, las empalizadas puntiagudas marcaban los caminos. Los gritos…llantos y golpes los condujeron a vagones desnudos y oxidados donde los identificaron con un parche y donde los abandonaron en la perpetua falta de oxígeno, codos sobre costillas, alientos desesperados.
El sonido de la tempestad les acompaña con el enigmático sonido del traqueteo del tren a carbón. En el interior impera la quietud contenida…cuando, en ese momento, su hermana le tira de los faldones, dice que ha perdido los zapatos que, en la incomodidad del viaje impuesto, se los había quitado para vaciarlos de agua y que el mar de gente los había devorado. No pudo contener la rabia y le gritó…le gritó y le volvió a gritar. ¿Cómo podía ser tan irresponsable? ¡Tenía que tener cuidado de sus cosas! Cuando se reencontraran con sus padres seguro que les caería una bronca a las dos. Fue las últimas palabras que le dijo…
El tren se detuvo en la estación. El balastro mojado por la lluvia lo hace resbaladizo, las flores andan confusas y pasan unas puertas dentadas que más tarde se cerrarán como fauces enrabietadas, dejándolas dentro. En los primeros días reinó el desconcierto, y los trenes que llegaban llenos y marchaban vacíos y hambrientos de más. En sus minúsculos habitáculos, se fueron apilando flora confusa y un profuso aroma en declive. Les hacían trabajar cada hora, minuto y segundo, con raciones mermantes y agusanadas. La eterna duda, la motivación de sus captores sin pétalos, su enfado y odio visceral hacia ellos… ¿Qué había ocurrido?
Un día vio a su madre transportando cascotes. Su carne estaba en cuarto menguante, su sonrisa apuntaba a las seis y media…sus ojos se habían vuelto de vidrio, sus pétalos quebradizos. Se miraron durante un momento y no se dijeron nada…ambas pensaron que se trataba de un espejismo, que se habían extraviado en el camino entre su cálido hogar y un gélido tren.
Y entonces empezó a menguar la población de su desalmado nuevo hogar. Los habitáculos empezaron a estar llenos únicamente de niños y niñas…los ancianos cuentacuentos fueron los primeros en abandonar aquel arisco lugar, luego los enfermos, luego las mujeres…pensaron que por fin su castigo sin justificar había llegado a su fin. No supieron hasta el momento que los privaban de vida, de futuro…que solo se quedaban con su aroma para sus usos egoístas, que incluso quemaban los recuerdos y las palabras amables…que incluso les robaban lo que habían sido.
————————————————————————–
El arte es de Sandra ArteagA y sus espectaculares figuras hechas a mano.