En la bucólica región de Derbyshire existe un antiguo dicho que con el tiempo ha ido adquiriendo la categoría de verdad axiomática: “Un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”. El joven Julian Whittemore, con unos ingresos anuales de cuatro mil libras, era la clase de hombre al que se refería la popular cita. Lo sabía él, y lo sabía toda la población del condado de Derbyshire, como era natural.
Cuando, en el verano de 1778, Mr. Julian se trasladó a la residencia de su buen amigo el duque de Devonshire para pasar las vacaciones, se encontró con que muchas jóvenes estaban deseando conocerlo. Durante el primer baile al que tuvo la oportunidad de asistir recibió más sonrisas y tuvo más compañeras de baile que cualquiera de los hombres que se encontraban esa tarde en el salón. Pero de todas las pretendientes que tuvo ocasión de conocer, la señorita Madeleine fue la que verdaderamente logró captar su atención. La joven Madeleine, de enigmática expresión y delicadas facciones, fue la única muchacha con la que compartió dos bailes. Mr. Julian quedó tan embelesado que le propuso quedar al día siguiente, a las tres, para dar un paseo por los jardines de Renishaw. Ella, con alborozo indisimulado, aceptó.
Sin embargo, en la fecha convenida, tras horas de infructuosa espera en el lugar acordado, Mr. Julian regresó a casa desolado. Madeleine no había acudido, ni tampoco había hecho enviar noticia alguna de su parte. Mr. Julian se encerró durante los días siguientes, devorándose el pensamiento con la imagen de su deseada dama, maldiciendo la hora en la que había sucumbido a sus encantos. Pensaba que si la volviese a ver le reprocharía su falta de decoro y la poca consideración de no comparecer a la cita que habían concertado. Pero después le embargaba una sincera preocupación por la salud de la bella joven, y pensaba que quizá alguna lamentable desgracia pudiera haberle ocurrido. Redactaba cartas que no podría enviar, pues desconocía por completo el paradero de su adorada Madeleine. Consultó con su amigo el duque cualquier pista que le pudiese llevar a establecer contacto con la huidiza joven, pero el duque no disponía de los detalles de todos los asistentes al baile. Y así fluctuaba el ánimo de Mr.Julian, debatiéndose entre la esperanza y el desconsuelo.
Tras varios días de encierro, Mr. Julian accedió a los ruegos del duque de Devonshire, que se había empezado a preocupar ante una reclusión tan dilatada. De modo que subieron a un carruaje y salieron de la finca para visitar la ciudad. Era domingo y en las calles había un ambiente festivo. Los dos amigos paseaban despreocupadamente por una animada plaza cuando Mr. Julian, repentinamente, echó a correr hacia una mujer que estaba pintando sobre un lienzo en plena calle. Al llegar junto a la artista callejera, Mr. Julian confirmó la sospecha que le había asaltado desde la distancia. Su deseada Madeleine aparecía retratada en uno de los cuadros que había pintado la mujer. Mr. Julian abrumó a la pintora con un alud de preguntas acerca del retrato. Quería saber si conocía a la joven del cuadro, dónde podía encontrarla, cuándo lo había pintado… La mujer, nerviosa, aseguró que la joven del cuadro no era nadie que ella conociese. La había pintado guiándose únicamente por su imaginación. Mr. Julian se acercó al cuadro y lo contempló en silencio. Después, lo agarró con ambas manos y se alejó apresuradamente. El duque sacó torpemente unas monedas para pagar a la mujer y luego salió corriendo tras su amigo.
Desde entonces nadie ha vuelto a ver a Mr. Julian en los bailes, ni en los eventos de sociedad, ni siquiera paseando por las calles. La gente de Derbyshire cuenta que su sentido de la sensatez se averió en el momento en que anheló una mujer a la que nadie conocía.
El arte es de Ingrid Tkmrz, a quien podéis seguir en sus perfiles de Facebook y Behance.