Niebla Carmesí

Hell - Rocío RodriguezAllí estaban, solos de nuevo. A su alrededor se extendía un paisaje surrealista, una nebulosa cambiante y caótica que a veces era luz, otras fuego y otras pura oscuridad. Estaban frente a frente, él tan pequeño, con las manos vacías y la respiración entrecortada, la sombra irguiéndose amenazante, tan orgullosa, tan fuerte. Sujetaba un sable negro como un agujero cortado en las fibras del universo. El errático viento cargado de ascuas hacía danzar los cabellos de la figura, pero sin embargo él no sentía nada, ni siquiera un leve roce, como si no fuese lo suficientemente tangible. Una carcajada seca y áspera resonó cavernosamente a su alrededor. Él se retrajo un poco más, notando la presión de la niebla carmesí que rodaba por doquier, densa y caliente.

La sombra se movió tan rápido que no le dio tiempo a pensar. Lanzó una estocada contra él, que logró esquivar a duras penas. La hoja pasó silbando junto a su oreja, arrastrando consigo lo que parecía ser el murmullo de una voz que recordaba. Vio venir otro corte, y retrocedió. Esta vez percibió palabras en el susurro del sable, palabras que conocía muy bien.

No seas cobarde

                                                                             ¿Otra vez llorando?

   No puedes

           ¿Por qué nunca haces nada bien?

Apretó los dientes, intentando ignorar aquella voz, y lanzó un golpe contra la sombra. No llegó a rozarla. Con velocidad sobrehumana, anticipándose incluso a sus pensamientos, se colocó a su espalda, sin tocarle. Estaba jugando con él. El miedo le atenazó de pronto. ¿Qué podía hacer él contra semejante poder?
Apenas se hubo girado para mirarla de nuevo, la sombra atacó. Logró rehuir los primeros golpes, pero éstos se volvían más insistentes y violentos. No conseguía mantener el equilibrio, no podía estarse quieto, pues fuera a donde fuera, siempre le estaba esperando, impidiéndole pensar, acosándole sin descanso, imparable.

Finalmente, las piernas le fallaron. Se tambaleó, dio con una rodilla en el suelo y, al ver el arma descender sobre su cabeza, se cubrió con los brazos.
La hoja atravesó su piel arrancándole un grito que la niebla devoró al instante. Un frío intenso se extendió por su brazo y fue trepando hacia su pecho, consumiendo las pocas fuerzas que le quedaban. Se hundía en un terreno cenagoso y frío que atrapaba sus piernas con firmeza.
Una mano se cerró en torno a su cuello, y empezó a faltarle el aire. Boqueó durante los pocos segundos que pudo, pues de pronto se vio sumergido en agua, un agua rojiza y luminosa que helaba cada célula de su cuerpo, paralizándole, matándole.

Se sorprendió a sí mismo pensando en la paz que provocaba la idea de estar a punto de morir. Ya no importaba el frío ni el dolor, y el miedo parecía haberle abandonado junto con sus últimas sacudidas desesperadas. Estaba listo para dejarse llevar al fondo de aquella pesadilla.

Entonces abrió los ojos. Todo parecía ocurrir con pasmosa lentitud, desde las últimas burbujas que ascendían desde sus labios hasta el latido de su corazón, acompasado, tranquilo.
Como si descorriese un velo, vio con claridad por primera vez, y sintió como jamás había sido capaz de hacerlo. Casi le parecía saber lo que estaba a punto de ocurrir. Sus pies hallaron suelo firme y, con total naturalidad, se puso en pie. Su cabeza rompió la superficie del agua y tomó aire largamente, apenas consciente de que se soltaba del agarre férreo de la sombra. El viento cálido le recibió, acariciando su cara y revolviendo su pelo.

Salió del agua como de una crisálida. Se sacudió y sólo entonces volvió a mirar a la oscura figura que le aguardaba. De ella sólo quedaba un débil vaho grisáceo, pequeño y absurdo. Al verla, no pudo evitar sonreír.
La sombra retomó el asalto, pero sus movimientos eran lentos y tremendamente predecibles. Él se apartó, riendo, pasando la mano a través de su inconsistente figura. Notaba su furia, pero carecía de sentido. Y cuanto más empeño ponía en herirle, más tenue se hacía. Bailó con ella, recreándose en su propia paz, en la consciencia de su cuerpo y de todo lo que le rodeaba. Aquella calma le hacía invencible.
A medida que iba observando a la sombra, la iba comprendiendo cada vez más, y al asimilarla la hacía parte de sí mismo. Entendió por fin que ambos eran uno, y que no podía hacerle daño. Se detuvo, abrió los brazos y la invitó. El sable, apenas una brizna negra, arremetió contra su pecho y, al tocarle, se desvaneció. Sólo quedó una difusa neblina flotando ante él, irradiando frustración e ira, que finalmente desapareció con un siseo furioso.

La ilusión se desvaneció ante sus ojos. Alguien sujetaba su mano y pronunciaba su nombre. Estaba tumbado sobre algo cómodo y suave.
—¿…estás bien? —La voz parecía venir de muy lejos.
Poco a poco la imagen fue cobrando nitidez y pudo ver una cara amable y tranquilizadora que le miraba.
—Tranquilo… —sonrió él débilmente— Creo que ya está.

Arte de: Rocío Rodríguez

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