Tantos voluminosos tomos se habían escrito acerca del sacrificio, y tanto había predicado el sabio sobre ello durante su juventud, y sin embargo sólo comprendió su significado en el último instante de su vida.
El mundo estaba muriendo. Los bosques milenarios se marchitaban como devorados por una feroz plaga, el viento se había detenido, los lagos se secaban. Los ríos fluían con cansancio, densos como un lodazal, bajo un calor perezoso y aplastante. Era como ver a una formidable criatura primigenia agotar sus últimas fuerzas, caer rendida y dejarse morir. Todo había empezado cuando aquellos que debían amarla y cuidarla habían decidido utilizarla a su antojo.
Las leyendas que hablaban de la Fuente, un manantial de energía que alimentaba al mundo, eran numerosas y antiguas. Muchas eran las personas que, cegadas por su fervor religioso, o por la codicia, habían emprendido la búsqueda de este origen de toda vida. Las palabras de advertencia no habían sido suficientes para disuadir a los exploradores, tampoco las súplicas de una tierra enferma y devastada, el lamento de un mundo agonizante. Encontraron la Fuente, y trataron de domarla, como hacían con todo lo bello, sin darse cuenta de que así la estaban matando. Sin darse cuenta de que parte de su belleza era ser libre.
Desde la cumbre más alta, donde las últimas nieves aún no se habían rendido al viento brumoso y caliente, el sabio observaba el gradual declive de su hogar. Sentía la muerte lenta de los árboles, y cada instante era como una punzada en el alma. Había luchado con todas sus fuerzas contra aquello, había dedicado toda su vida. Y sin embargo allí estaba, solo y extenuado, contemplando impotente el sufrimiento.
El tiempo de luchar había pasado, aquella batalla estaba perdida. Ahora sólo quedaba evitar que la Fuente muriese, y sólo había una forma de hacerlo. El camino estaba claro, pero era el camino que nunca había querido emprender. Pues significaba perderlo todo, el comienzo de una nueva era.
Contempló las copas marchitas de los árboles y pensó en todos los seres que habitaban el mundo, tan hermosos, y a la vez tan frágiles. Irrepetibles, cada uno de ellos, y asombrosos. Si desaparecían, lo harían para siempre.
Pero ¿qué eran sino instantes efímeros, diminutas partes de la gran Fuente? ¿Qué era él sino una mota de polvo frente a la grandeza del todo? La tierra sanaba, las aguas se limpiaban, la vida siempre se abría camino. Si la Fuente sobrevivía, volvería a su esplendor tarde o temprano. Sólo existía una cosa importante. Y sólo había una forma de protegerla.
El sabio inspiró profundamente, cerró los ojos y se expandió. Sintió cada planta, cada insecto, cada roca, como una parte de sí mismo. Fue adentrándose poco a poco en un estado de paz absoluta, de armonía con su entorno, y pronto sintió como un poder inconmensurable fluía por él. Jamás podría entenderlo ni abarcarlo, sólo ser parte de él y dejarse llevar. Si todos pudiesen entender que aquella era la forma de llegar a la Fuente…
Estaba débil, pero verse escuchada la revitalizó. El sabio notó su respuesta, su infinita alegría, y sonrió. Alzó las manos hacia el cielo, y un soplo de viento frío sacó al aire de su letargo. Fue ganando intensidad, agitando las nubes a su paso, extendiéndose, jugando entre las copas de los árboles. El sabio rió al escuchar la canción de los bosques de nuevo. Como pintada en soplos de aire contra el pálido cielo, una forma alargada, apenas visible, fue cobrando consistencia poco a poco. Las nubes se arremolinaban a su alrededor, cada vez más oscuras y amenazadoras, y una sombra se cernió sobre la montaña. Un rayo quebró el cielo, y apareció la Tormenta.
Sus escamas relucían nítidas como el metal, y sin embargo su forma parecía cambiar a cada instante. Se desprendió de las nubes mientras un rayo se esparcía a o largo de su cuerpo, y su cabeza se hizo al fin visible. Descendió sobre la cumbre de la montaña sin más sonido que el retumbar del trueno y fijó sus ojos centelleantes sobre el sabio. La fuerza indómita de la naturaleza en estado puro, sobrecogedora, hermosa y terrible.
Él le imploró sin palabras, y la Tormenta entendió. Abrió las fauces, y de ellas emanó un viento gélido que se propagó por las montañas. Él notó frío, un frío atroz que atravesaba sus ropas y le llegaba hasta el hueso. Se desplomó sobre la nieve y se acurrucó como si volviese al vientre de su madre. Ya no había nada que temer, la Fuente estaría a salvo. Se le nublaba la vista, pero pudo ver cómo la Tormenta nadaba por el viento, exhalando su aliento sobre el resto del mundo. Y también vio, por primera vez en mucho tiempo, los preciados copos blancos caer del cielo. Sonrió al notar la nieve sobre la cara, cerró los ojos y se despidió. No vería cómo aquella suave nevada se convertía en una ventisca salvaje que lo cubriría todo de hielo y nieve, que lo paralizaría todo hasta que la Fuente estuviese lista para volver a empezar.
La Tormenta surcó los cielos durante días, cubriendo con ternura su preciado mundo con aquel manto blanco reparador. El sueño eterno llegó a cada rincón, la vida se detuvo. Y el mundo descansó.
Arte de: Cinvira
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Música de: Paul Cecchetti
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También podéis ver la traducción al inglés de este texto aquí. / You can also read this text in English here.
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