Breves batallas banales


Al primer personaje me lo crucé en la calle sin que nada al verlo aproximarse me diese motivo a pensar que pudiese ocurrir algo diferente a pasar uno al lado del otro, sin intercambio de saludos ni de palabras, y continuar nuestros respectivos caminos, que indudablemente discurrían en sentidos opuestos. En realidad eso es lo que suele suceder cuando te cruzas con alguien desconocido. Se trataba de un hombre sin traza de juventud, de atuendo humilde, que cargaba en cada mano varias bolsas con la compra recién hecha. Justo antes de encontrarnos, se paró para dejar sus bolsas en el suelo y me dirigió la siguiente pregunta: «Disculpe, ¿me puede decir qué hora es?». Como llevaba el teléfono en la mano pude responderle rápidamente, pero cuando me disponía a continuar con mi ruta volvió a interpelarme: preguntó si sabía qué le había ocurrido. No entendí la pregunta pero él tampoco esperó mi respuesta, sino que pasó a relatar sin solución de continuidad un carrusel de historias personales y de vivencias: lesiones que había sufrido a lo largo de su vida, bien por causas accidentales o bien por el mal hábito de trabajar; sinsabores, traiciones y decepciones causadas por personas que presuntamente eran de su total confianza; y lamentos por tener que encargarse él solo de llevar toda esa compra a su casa.

No podía escabullirme, estaba aprisionado por la incesante cascada de palabras que se le derramaban de los labios. Únicamente podía asentir leve e intermitentemente, pues no dejaba un solo resquicio en su habla por el que yo me pudiese deslizar. Y daba la impresión de que tampoco le interesaba que yo pudiese convertir aquello en un diálogo, porque de alguna manera intuía que yo no iba a dar pie al diálogo aunque me diese ocasión a ello, así que simplemente se dedicaba a desplegar con su voz un cerco en torno a mí y continuaba hablando para que yo no pudiese dejar de escucharle. Llegué a pensar que no me dejaría marchar hasta terminar de contarme su biografía completa, pero poco después de la quinta o sexta anécdota detuvo su discurso, recogió sus bolsas y continuó su camino dándome las gracias antes de despedirse. No pude saber si el agradecimiento era por haber prestado atención durante todo el rato que estuvo hablando (lo cierto es que lo inesperado de la situación me había atenazado casi por completo) o si lo que me agradecía era que le hubiese dado la hora. En cualquier caso, yo también agradecí secretamente que me hubiese liberado del secuestro de atención al que me había sometido.

Al segundo personaje lo descubrí en plena plaza central, a la hora de la tarde con más afluencia de viandantes. Me fijé en que no vestía de forma muy diferente al primer personaje, pero a diferencia de aquel, este segundo personaje no se paraba a hablar con nadie en particular. Había auto asumido un rol de pregonero y vociferaba abiertamente a la marea oscilante de transeúntes un tipo muy concreto de información no solicitada: se dedicaba a comunicar los resultados de los partidos de fútbol según los iba oyendo en un viejo aparato de radio que sostenía junto a su oreja. Al pasar junto a él me comunicó la noticia en un tono de voz más cercano, como si quisiese haber tenido una cortesía por haber pasado cerca. Pero no pretendió retenerme de ningún modo. Enseguida volvió a dirigir su atención a la plaza, recuperando la entonación de pregonero. Lo cierto es que la información de minuto y resultado que me ofreció no me descubría nada nuevo, pues yo llevaba el teléfono móvil en la mano y estaba perfectamente al tanto del desarrollo de todos los partidos.

Una vez presencié, desde uno de los extremos de la plaza, lo que se presumía un encuentro inminente entre ambos personajes. El hombre de las bolsas se aproximaba de forma inequívoca al lugar donde se encontraba el hombre de la radio. Mi mente se lanzó a una frenética elaboración de hipótesis: ¿cómo se desarrollaría el encuentro entre estos dos personajes? Imaginé dos escenarios posibles, situaciones de confrontación ambas en las que solo podía haber un ganador:

  1. El primer personaje, el de las bolsas, le pregunta al segundo qué está escuchando en la radio. El otro responde y, antes de que pueda volver a dirigir su atención a la plaza, el de las bolsas comienza a soltar su retahíla ininterrumpible de anécdotas. El segundo personaje no puede volver a ejercer de pregonero, su atención ha sido apresada y no tiene más opción que esperar (al menos durante uno o dos minutos) a que el primer personaje termine su uso de la palabra. En este escenario, el primer personaje resulta ganador.
  2. El segundo personaje, el pregonero, dispara antes: recita el resultado del partido al que viene cargando con las bolsas. Antes de que el de las bolsas tenga ocasión de iniciar su turno de palabra, el pregonero da por cerrada la interacción volviendo a dedicar su atención a la plaza. Todo ha sucedido en lo que dura un pestañeo. No hay lugar para que el primer personaje intente captar la atención del otro porque no ha podido intervenir en tiempo y forma. Continúa, pues, su camino con la esperanza de encontrar a otro interlocutor. En este escenario, el segundo personaje resulta ganador.

Al final no sucedió nada de lo que mi imaginación enclenque había vaticinado. El hombre de las bolsas pasó junto al que escuchaba la radio y, no fue solo que no se dirigieran la palabra, dio la impresión de que ninguno de ellos se percató de la existencia del otro. Era como si habitaran planos de la realidad disjuntos. Los dos personajes tenían una manera muy personal de entablar contacto, quizá algo forzada, unilateral y en el fondo inefectiva, pero quizá la única que les daba algún tipo de resultado, y se aferraban a ella. Eran conscientes también, de quién podía ser su potencial contertulio (por decirlo de alguna manera, ya que en sentido estricto ninguno de ellos daba pie a la tertulia), y sabían que uno no podía ser contertulio del otro. Ofrecían un servicio diferente y no se entretenían en malgastar saliva con la competencia.

Había fallado en mi apresurado afán de elaborar predicciones. Y no solo eso: caí en la cuenta, al hacer memoria de mis encuentros previos con los dos personajes, de que tal como había concebido mi hipótesis de estas breves batallas banales por la captura de la atención ajena, era yo quien había salido derrotado en ambas ocasiones. Para terminar, fui consciente además, al bajar de nuevo la vista hacia la pantalla de mi teléfono móvil, que estaba volviendo a perder. Ese pequeño dispositivo que parece estar pegado a mi mano robaba mi atención a cada momento, sin esfuerzo por su parte ni resistencia por la mía. Vaya, que según mis propios parámetros era un experto en derrotas, se mire por donde se mire. Patéticamente espoleado por esta recién destapada posición de inferioridad, guardé el móvil en el bolsillo y caminé hacia el centro de la plaza asumiendo un nuevo reto: ver si era capaz de sacarle a aquel hombre algo que no fuese el resultado de un partido de fútbol.

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