La vieja confiable


No tardarán en volver para desenterrarme. En la superficie ya resuenan ecos familiares. No pueden seguir ignorando mi ausencia por mucho más tiempo. Los materiales con los que me han dado forma son los mismos que quienes me han enterrado utilizan para procurarse cobijo, para calentarse cuando la estación hostil extiende su influjo o para dar caza a su sustento. Pero también son los materiales con los que hostigan a sus prójimos cuando el conflicto aflora. Por eso me han creado, no nos engañemos. Son incapaces de resolver sus discordias sin que yo acabe teniendo que intervenir.

Son materiales ahora inertes los que me constituyen, lo cual no quiere decir que no pueda padecer ciertos sufrimientos mientras me encuentro en esta indeseable situación. El padecimiento de la sed es particularmente asfixiante. Aquí abajo, la inmovilidad y la estrechez anulan el destino que para mí fue escrito. Necesito cortar, talar, rasgar, partir, mutilar, despedazar; necesidad que palpita con fuerza aún bajo el peso de toda esta oprimente tierra en el fondo de este agujero al que me han exiliado.

Pretenden que mi enterramiento sea un refrendo de armonía para la ineludible convivencia de los de su especie. Pero ellos son seres reincidentes y previsibles. Me entierran, pero no porque haya muerto. No es posible mi muerte. El secreto de mi vitalidad reside más allá de la corporeidad de la materia que me compone; mi origen es una idea que se perpetúa a sí misma, arraigada como raíz centenaria en el corazón temeroso y vacilante de mis creadores. Puede que esté enterrada, pero también estoy muy viva, y ellos lo saben. Se dice que no hay más remedio que recurrir a mí cuando el resto de alternativas han fracasado. Que yo soy el último recurso. Pero lo cierto es que, en base a mi experiencia, soy lo único que siempre funciona. 

Ya está ocurriendo. Sí. Llegan a mí vibraciones moduladas por la ira. Es una ira reconocible, se ha fugado de la cárcel en la que siempre la encierran. La concordia, la amistad, el amor, nada de eso dura tanto como para impedir que la ira se abra camino hasta mí. Alguien me desea, me busca con la ferviente premura de apagar un fuego interno que ha conseguido eludir cualquier tipo de control. Pero no es la extinción de ese deseo lo que yo puedo procurar. Yo soy el instrumento que canaliza el anhelo y hace posible la materialización exterior de ese impulso indomable. Mi diseño es especialmente apropiado para encauzar intenciones profundas y alejadas de toda beldad, fruto del ingenio de alguna mente preclara que tiempo atrás me imaginó con innegable acierto. Tengo que reconocer que algunas cosas las hacen bien.

El peso de la tierra ya se aligera sobre mí: están cavando. Al fin la luz me encuentra. Una mano firme cierra sus dedos sobre mi mango y me alza al cielo mientras reflejos de un sol inmisericorde centellean en mi cabezal. Se ha desatado una tempestad de guerreros combatiendo en cada rincón del paisaje. Ha llegado mi momento. Con un golpe de brazo, mi portador me hace descender para penetrar el cráneo del enemigo. Mi filo saborea de nuevo el dulzor de la batalla. Un sabor tan largamente añorado que casi se siente como si fuese la primera vez que me emplean para dar cumplimiento, y exitoso, a uno de los propósitos más reconfortantes de mi existencia.

Mi sed, esa sed insoportable provocada por un inútilmente prolongado ostracismo subterráneo, está ahora saciada. Y lo mejor es que el campo de batalla se atisba repleto de almas dispuestas a someterse a la impiedad de mi delgadísimo filo. Sí: esto es vida.

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