Hechizo de perfidia

La imagen ha sido generada con una de las varias demos del modelo generativo Stable Diffusion

Una mañana, tras verse expulsado de un grato sueño por el sonido inmisericorde y abominable del despertador, Goyo descubrió que su brazo izquierdo se había convertido en un tentáculo repulsivo. Por un momento, pensó que no se había despertado en realidad, que en su tránsito por los universos oníricos de la inconsciencia se había detenido en una pesadilla demasiado lúcida. Pero la viscosidad y repugnancia del apéndice en que se había convertido su brazo era perceptible de forma tan vigorosa y clarividente que no tardó en convencerse de que aquello no podía ser fruto de su imaginación.

Tuvo que usar su brazo derecho para apagar el despertador. Cuando se hizo el silencio, se dio cuenta de que el otro lado de la cama estaba vacío. Unos sonidos procedentes del cuarto de baño le indicaron que Tania se había levantado antes que él. ¿Se habría dado cuenta de lo que había sucedido con su brazo? Era poco probable, pensó Goyo al recordar que él mismo se había percatado del suceso tras sacar el brazo de debajo la manta cuando quiso apagar el despertador. Respiró hondo. Varias preocupaciones lo asaltaban de forma imperiosa y no sabía de cuál ocuparse primero. Tenía que ir al hospital cuanto antes, necesitaba que lo viese un médico. Lo que quiera que fuera que le estaba pasando podía ser peligrosamente mortal. ¿Pero qué podía hacer con Tania? ¿Se iba sin avisarla? Lo del tentáculo era algo difícil de ocultar, tarde o temprano tendría que hablarle de ello. Además, ¿cómo pretendía llegar al hospital? No podía conducir con un solo brazo útil, y utilizar el transporte público supondría arrastrar su recién estrenada monstruosidad por media ciudad; desde luego no iba a conseguir pasar desapercibido. Necesitaba contar con la comprensión y ayuda de Tania, no veía otra alternativa. En cuanto saliese del cuarto de baño, afrontaría la situación sin rodeos. Era probable que se asustase al principio, ¿quién no lo haría? El disgusto tenía que ser inevitable. Pero, por otro lado, se conocían desde hacía mucho, y  eso tenía que importar. La desgracia de uno era la desgracia de ambos.

Sin embargo, ¿y si después en el hospital le decían que lo del brazo no tenía cura? ¿Estaría condenado a cargar con ese colgajo horroroso el resto de su vida? Quizá se lo pudiesen amputar, pero eso no garantizaba que fuese a recuperar el brazo perdido. Si se confirmaban sus peores sospechas, iba a convertirse para siempre en un raro, un tullido desdeñado. ¿Seguiría Tania junto a él con tales perspectivas, o terminaría solatándole un discurso del estilo de “Cariño, he estado pensando en lo nuestro y creo que deberíamos replanteárnoslo” para a continuación abandonarlo?

Goyo se dijo que Tania no era ese tipo de persona, la conocía y sabía que podía contar con ella. Lo más probable es que le prestara su apoyo, que se pusiese a pensar maneras de sacarle partido a algo que a priori era terriblemente traumático. Se le ocurrirían maneras de sobrellevarlo: conjuntos de ropa favorecedores, formas de adaptar la casa para hacerla más accesible, e incluso abrir un perfil en redes para mostrar la experiencia. Sí, hoy en día los freaks y raritos no son tan repudiados como lo eran en otra época, algunos incluso amasan todo un dineral sacándole partido a sus rarezas. Después de todo, perder un brazo no era lo peor que le podía pasar, pensó Goyo mientras lanzaba una mirada a sus calzoncillos y usaba su única mano para confirmar que ahí abajo todo seguía en su sitio. No todo tenían por qué ser malas noticias.

El sonido de la cisterna anunció que Tania volvería en breve a la habitación. Goyo ocultó instintivamente su tentáculo para no provocarle una primera impresión demasiado violenta. Tania se asomó por la puerta, pero en lugar de avanzar hacia la cama se quedó parada cerca del umbral. Cada uno de los detalles a los que Goyo dirigió su atención en los instantes siguientes sugerían que algo no estaba yendo bien: su reticencia a acercarse, la cabeza agachada, con el pelo cubriendo gran parte de la cara, aunque no tanto como para ocultar el rastro todavía húmedo de lágrimas sobre las mejillas; y ambas manos cruzadas detrás de la espalda, como una colegiala que tras haber cometido una travesura espera avergonzada a que le caiga la consiguiente reprimenda. Goyo pensó que Tania había visto el brazo, o para ser más exactos la ausencia del brazo; había tenido que verlo y por eso estaba tan turbada.

Entonces comenzó a escuchar la voz de Tania. Una voz a la que parecía que hubiese pisoteado una manada de caballos en estampida. Sonaba suplicante, casi agónica, y decía algo parecido a: “Cariño, no te asustes por favor. Ha ocurrido algo espantoso durante la noche. Vamos a tener que ir al hospital”. Mientras hablaba, Tania sacó las manos que había tenido ocultas tras la espalda. Y Goyo vio que no eran manos, sino unas enormes tenazas de cangrejo, unas pinzas sobrecogedoramente grandes que daban toda la sensación de poder partir una viga de acero como si fuese un espagueti.

Entonces, un escalofrío atávico recorrió en décimas de segundo el espacio que mediaba entre la entrepierna y el cerebro de Goyo, provocándole un estremecimiento tan intenso que de pronto se olvidó de todo lo reflexionado hacía tan solo unos instantes acerca del peso de su historia común y de participar de las desgracias del otro. Trató de hablar, pero su aparato fonador, presa de la conmoción general que agitaba todo su ser, solo acertó a reproducir las siguientes palabras: “Cariño, he estado pensando en lo nuestro y creo que deberíamos replanteárnoslo”.

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