
Los conocí cuando eran unos cachorros que solo sabían jugar. La última vez que los vi habían descubierto algo que iba más allá del juego, pero para su desgracia todavía no habían dejado de ser unos cachorros.
Eran dos crías de humano, ambas macho, que solían frecuentar la sala donde, junto a otros, mi cuerpo servía como decoración y, al mismo tiempo, prueba material de la destreza homicida del dueño de la casa, quien, además de ser el humano que había erigido el salón infame que se había convertido en mi indeseable hogar, era también el abuelo de las dos criaturas a las que antes me he referido. Ese hombre me había abatido durante un paseo que daba por el bosque un día en que yo estaba buscando a mis crías, que se habían alejado mientras se entretenían con sus juegos. Nunca las he vuelto a ver. Temo que hayan corrido la misma suerte infausta que yo. Lo único que sé con seguridad es que no están en esta misma habitación, aunque eso apenas sirva de consuelo, pues si alguien ha sido capaz de hacer realidad una habitación de pesadilla como esta ¿cuántas otras pueden existir en lugares que ni siquiera puedo imaginar? La idea se me hace aterradora.
En lugar de dejar mi cuerpo abandonado al proceso de descomposición y podrecimiento que hubiese sido natural, mi asesino sometió mi pellejo muerto a un proceso de disecación para conservarlo a modo de trofeo. Lo mismo hizo con los pellejos y pieles de tantas otras víctimas que ahora decoran esta sala de trofeos de caza, aunque sus nietos lo usan más bien a modo de salón de juegos. Acostumbraban a venir al menos una vez a la semana, y me miraban como esperando que en cualquier momento me fuese a mover. Mi cornamenta era uno de los atributos que más atraían sus asombrados y curiosos ojos. A veces cogían una de las armas de la vitrina, pues su abuelo no siempre se acordaba de cerrarla con llave, y jugaban a disparar a la estatua de mi cuerpo rígido, o a los cuerpos del resto de animales desperdigados por todo el espacio de aquella habitación macabra.
La contemplación de tales escenas siempre me llevó a pensar que esas criaturas, en apariencia inocentes, terminarían convirtiéndose en lo mismo que su abuelo. Yo era un testigo impotente de la gestación de tragedias futuras. Imaginaba más cuerpos de animales pasando a engrosar las paredes y los rincones de esta habitación terrible, trofeos cobrados no ya a manos de su abuelo si no a manos de su dos jóvenes nietos, recién iniciados en el sanguinolento ritual de su tradición familiar. Y la desgracia ocurrió, inevitablemente, aunque no ocurrió precisamente como yo la había imaginado.
De algún modo entendían que el poder del arma era paralizar a alguien o algo para siempre, pero quizá no entendían de qué modo ocurría exactamente. Estoy seguro de que no lo entendían bien porque, de lo contrario, en un día de esos en los que jugaban a encañonar a presas imaginarias por todo el salón, el que sostenía el arma en ese momento no hubiese apuntado en dirección a su hermano. Supongo que era inevitable que a uno de los dos se le pasase la idea por la cabeza. Era una posibilidad más del juego. Se podía haber dado una combinación de factores que hubiese dejado aquel momento en una inocuidad indigna de ser reseñada. Por ejemplo: que el arma hubiese estado descargada y ni siquiera hubiese apretado el gatillo, o sí lo hubiese apretado estando descargada, o incluso que estado cargada el arma no hubiese finalmente apretado el gatillo. Sin embargo, la detonación, que resonó como un trueno rasgando el espacio que separaba sus dos pequeños cuerpos, fue una prueba irrebatible de que el arma estaba cargada cuando quien la sostenía apretó el gatillo.
Resultaron ser víctimas y no verdugos, como yo había erróneamente pronosticado. Era evidente en el caso del pequeño cuerpo que yacía en el suelo, con un agujero en el pecho, vertiendo toda la vida sobre la carísima alfombra. Pero también, de alguna forma, era víctima el que permanecía inmóvil, con el arma humeante todavía en los brazos, como esperando a que su hermano se moviese; comprendiendo al cabo de unos instantes eternos que, al igual que mi cuerpo y el cuerpo del resto de animales que poblaban la estancia nunca se habían movido, el de su hermano tampoco lo iba a hacer ya. Había derribado a su primera presa, pero la forma en la que el arma temblaba en sus brazos, su mirada a un tiempo aterrorizada e incrédula, la manera en que susurraba el nombre de su hermano (como si quisiera despertarlo de un sueño sin que nadie más en la casa se enterase); todo ello comunicaba que, a pesar de haberse cobrado su primera pieza de caza, no iba a terminar recogiendo el testigo de la tradición familiar.