
El encargo de culminar la obra de la pretenciosamente majestuosa nueva plaza central de la ciudad con una escultura igualmente majestuosa resultó ser una tortura para la mente de Ghayro Marya, el artista a quien se le había encargado tal trabajo. Las autoridades lo habían elegido por ser su nombre el de más prestigio y popularidad de entre todos los que se habían tenido en consideración.
Tras aceptar el encargo, Ghayro viajó a la ciudad para comenzar a trabajar en el proyecto. Su mente, acostumbrada a imaginar piezas que siempre eran objeto de gran celebración, necesitaba no obstante empaparse de ciertas sensaciones y reminiscencias que de manera natural emanaban, aunque de forma sólo perceptible para genios de su categoría, de aquellos lugares destinados a albergar su futura obra. Partiendo del entorno de la nueva plaza paseó durante horas por toda la ciudad prestando una atención al detalle obsesiva a cuanto veía a su alrededor. Hubo quien incluso dejó caer alguna moneda a sus pies al toparse de pronto con él, parado como una estatua mientras contemplaba a otra estatua (en este caso auténtica), pensando que se trataba de alguna clase de performance callejera.
Ghayro observó con fascinación, por ejemplo, a un malabarista callejero que, de forma hipnótica, mantenía varios objetos orbitando en torno a él. Y fantaseó con la posibilidad de crear una escultura flotante. Algo que fuese contundente, de una grandeza intimidante, pero que sin embargo estuviese únicamente en contacto con el aire en todos y cada uno de los puntos de su superficie. Se le antojó una idea deliciosa, aunque por desgracia inalcanzable. Sin embargo, ese era el tipo de sugestión que estaba buscando. Estaba seguro de que, de algún modo, la inspiración se abriría paso poco a poco descubriéndole alguna idea sublime, una idea que simplemente estaba esperando a que alguien con la suficiente paciencia diese con ella.
Sin embargo, poco después presenció algo que le provocó un escalofrío. En otro parque se encontró con una portentosa escultura de Bernard Wienmüller, que había sido uno de los fundadores de la ciudad siglos atrás. La pieza era sin duda admirable, pero la cabeza estaba coronada por un montón mugriento y notabilísimo de heces de pájaro. Ghayro imaginó que la aflicción que sintiese el autor que viese un mancillamiento tan repugnante e impune de su obra debía ser inimaginable (o al menos tan profunda como la fotografía más profunda del universo).
A medida que deambulaba por la ciudad iba descubriendo cada vez más y más atentados contra el arte. Actos horribles ante los que solo se escandalizaba él, pues tenía la sensación de que el resto de transeúntes apenas levantaba la vista del suelo al caminar. Visitando las ruinas rehabilitadas de una antigua fortaleza descubrió que los cañones habían sido usados a modo de papeleras por algún indecente: auténticas piezas de artillería forjadas hace cientos de años preñadas con envoltorios de plástico y embalajes de papel fabricados anteayer. A Ghayro le costaba imaginar una vejación y una desvergüenza mayores. También cruzó un puente cuyas barandas habían sido colonizadas por un sinnúmero de candados, todos ellos con inscripciones ridículas y nauseabundas, y grabadas con tipografías vergonzantes. Aquello era la cumbre de la horripilación.
Al final del día había llegado a la conclusión de que esa ciudad iba a recibir con hostilidad su obra, fuese cual fuese, de la misma manera que había hecho con todas las obras agraviadas que había contemplado durante su paseo. Y todo el mundo era cómplice, pues caminaban de un lado a otro cabizbajos, incapaces de prestar atención a lo que hubiese más allá de dos pasos de distancia. Ante esa perspectiva fue incapaz de pensar algo para satisfacer el encargo que tenía pendiente. Se negaba a traer una escultura a un mundo tan insensible e indiferente. Su cuaderno de esbozos permaneció en blanco todos los días que restaban hasta el día de la entrega. La noche anterior a la fecha límite, Ghayro se fue a dormir pensando que era el final de su carrera de artista. Pero tuvo un sueño. Un sueño que recompensaba su educada paciencia de cazador de ideas.
Soñó la imagen de una escultura invisible. O, mejor dicho, la idea de una escultura invisible. Aunque no se trataba exactamente de una escultura, sino más bien de la posibilidad de una escultura: un volumen del espacio, perfectamente delimitado por coordenadas tridimensionales, que actuaba como depositario del genio creador del artista. Un espacio que potencialmente podría albergar cualquier escultura imaginada por el artista. O, mejor dicho, albergaba a la vez todas las esculturas imaginadas y las que todavía estaban por imaginar. Y no había posibilidad alguna de que ese producto de la mente del creador se viese dañado o perjudicado por acciones desconsideradas y ruines, ya que ninguna otra persona o criatura salvaje podría interactuar de forma física, directa, con lo que fuese que el artista hubiese imaginado dentro de los límites de ese volumen. Era la solución a toda la angustia que había sentido.
Se despertó en el que creía que iba a ser el día más feliz de su vida y, antes de exponer su proyecto a las autoridades que lo habían contratado, hizo una parada en un café para desayunar y leer el periódico. Y justamente ahí es donde se pierde el rastro de Ghayro. Nadie lo volvió a ver jamás. Sobre la mesa del café se había dejado el periódico abierto. Unas lágrimas habían caído sobre el texto dejando parcialmente emborronada una de las noticias que, no obstante, se podía leer casi en su totalidad: “El artista Salvatore Garau vende una escultura invisible por 28.000 euros, …, sentir lo que existe a mi alrededor de manera diferente, …, atraer el pensamiento a un punto, …, principio de incertidumbre de Heisenberg, …”
Si existiese alguna tecnología capaz de analizar las lágrimas vertidas sobre un periódico abierto en la mesa de un café, en un caso como este se podría haber determinado que esas lágrimas habían sido vertidas hallándose la persona en cuestión bajo un ataque de ira de una intensidad inimaginable, combinado con una rabia, una pena y una frustración consecuencia de tener que convivir con charlatanes y cantamañanas que lo único que saben hacer es vomitar una barbaridad detrás de otra y que, lejos de ser castigados con toda la crudeza que merecerían, reciben sustanciosas recompensas por ello. El análisis del fluido lagrimal terminaría revelando, además, una notable presencia de trazas de hartazgo y de un ansia perentoria de dejar todo el tinglado del arte atrás y desaparecer de la faz de este mundo inaguantable.
Pero esa tecnología por desgracia no existe, y nadie podrá saber jamás qué motivó a Ghayro a desaparecer. Aunque hay quien asegura que el malabarista callejero que intenta dar espectáculo en una de las esquinas de la nueva plaza central, pero que sin embargo es lamentablemente incapaz de mantener más de dos objetos a la vez en el aire, guarda un asombroso parecido con Ghayro.
