
El cerebro del corredor tiene la situación bajo control hasta el momento en que recibe una señal clara e inequívoca procedente de las piernas. Es una señal francamente nítida. Las piernas se han preocupado de que el mensaje llegue a su destino de forma incuestionable pese a que hace más de una hora que están exhaustas, inmersas en una carrera que, en opinión de las orejas, el pelo o las manos, es una manera de disfrutar de un agradable paseo al aire libre, pero en opinión de las piernas es una tortura del todo innecesaria. Es un mensaje de odio, un odio puro y sincero dirigido específicamente al propio cerebro por, precisamente, haberlas obligado a estar durante más de una hora en esa agotadora dinámica de movimiento ininterrumpido y extenuante.
Pero el cerebro, un cerebro de treinta y pico años que entiende que ya ha librado suficientes batallitas en todo ese tiempo como para saber de qué manera afrontar los problemas, no se preocupa. Está acostumbrado a lidiar con señales de todo tipo, tanto procedentes de dentro de ese torpe y dubitativo cuerpo como llegadas del mundo exterior, siempre vasto y a menudo amenazante. En una situación como la actual, lo que hace el cerebro es mirar al corazón, eso es lo prioritario, y si el corazón está bien lo demás ya no es tan urgente. Así que el cerebro echa un vistazo al corazón y evalúa: kilómetro diecisiete de una media maratón, y no parece que el corazón esté trabajando al límite. De acuerdo, tampoco es que vaya desahogado, flotando placenteramente en un remanso de serenidad. Pero esto es una carrera, no un paseo para flojos. Y si queremos acercarnos a nuestro objetivo, reflexiona el cerebro, hay que tener tragaderas para soportar algún que otro mal rato. Akisa Bikela, el célebre plusmarquista de la media distancia y flamante padrino de la competición en la que el corredor está participando, no consiguió sus logros a base de retirarse al mínimo asomo de molestia. En él tenemos al modelo a seguir, la referencia. Y si resulta que las piernas chillan más de lo habitual porque están en una situación estresante, sí, pero temporal al fin y al cabo, pues que aprieten los dientes porque vamos a tirar para adelante. La situación, concluye el cerebro, está lejos de ser alarmante, así que, pese a las protestas de las piernas, el plan se mantiene.
La frecuencia con que las señales de socorro de las piernas llegan al cerebro se reduce de forma drástica tras cruzar la línea de meta, como era de esperar. El cerebro confía en que se vayan adaptando a este tipo de actividades y a futuro vayan moderando su propensión a la queja. Todo ha ido bien. Satisfecho, se dispone a desconectar un instante para disfrutar el momento. Pero una nueva señal, intensa, aguda y rabiosa, no se lo permite. ¿Qué problema puede haber ahora, una vez terminada la carrera? Pero esta vez no se trata de una señal quejumbrosa y lastimera, sino de un estallido de ansiedad inaplazable. Y procede de las manos; unas manos a las que ha llegado la noticia de que que el mismísimo Akisa Bikela, famosísimo plusmarquista y padrino de la prueba, está saludando personalmente a los corredores que han finalizado la carrera. Y las manos saben perfectamente que por el simple hecho de ser las manos de un corredor que acaba de finalizar la carrera tienen, por tanto, todo el derecho a ser estrechadas por las gloriosas manos de su ídolo. Pero las piernas no opinan lo mismo. Da la impresión de que hayan empezado a dar pasos de forma errática ¿Acaso habéis perdido la cabeza?, le reprochan las manos, ¡Akisa Bikela está saludando a todos los corredores y ahora viene hacia nosotros!, gritan, ¡ni se os ocurra moveros de aquí! El cerebro intenta que la situación se calme un poco, pero las manos están histéricas. Las piernas han entrado en un extraño estado de bamboleo oscilante, y no emiten señal alguna ni responden a las interpelaciones del cerebro.
De pronto, el cerebro recibe una señal de dolor que se corresponde con el golpe que las nalgas se acaban de dar contra el suelo. El cuerpo del corredor ha perdido la sustentación de las piernas. Las manos, en shock, no han reaccionado ni para apoyarse y amortiguar el golpe. Habían adoptado un gesto de disposición a ser estrechadas, y ahí siguen, manteniendo ese mismo gesto a pesar de que ahora están más cerca del suelo que de la mano de Bikela, quien había tendido la suya justo en el momento en que el corredor se ha desmoronado. El cerebro percibe que la mano de Bikela se ha quedado con las ganas de estrechar la mano del corredor y, ante lo incómodo de la situación, lo mejor que se le ocurre es enviar una señal de vergüenza al rostro que, obediente, exhibe el mayor de los sonrojos del que es capaz.
El cerebro de Bikela no sabe cómo tomarse lo que acaba de presenciar. En un primer momento cree sentirse ofendido por el desplante de ese insignificante corredor popular. Pero lleva toda la mañana saludando a corredores y las manos no hacen más que emitir señales de hastío. Las piernas llevan horas muertas de aburrimiento. En realidad el cerebro sabe que están muertas de aburrimiento desde que Bikela dejó la competición, pero ese es un tema tabú sobre el que prefieren no ahondar demasiado. El cerebro de Bikela empieza a pensar que quizá no fue tan buena idea haber aceptado ser el padrino de la prueba. Se siente como una especie de ornamento fuera de tiempo, una parodia de lo que un día fue. ¿Es que acaso nunca se van a acabar las manos que apretar? Y ahora que un corredor le niega el saludo, desplomándose en su misma cara, y le permite descansar durante un instante de tan insufrible protocolo, quizá incluso debería mostrarse agradecido e interesarse genuinamente por el estado en que se encuentra ese corredor popular a quien, de pronto, se le ha enrojecido el rostro de una manera ciertamente espectacular. Sin embargo, un manojo de manos ansiosas, manos de otros corredores y corredoras que desean ser estrechadas por las manos de Bikela, entra en escena y enseguida lo arrastra a una interminable sucesión de estrechamientos de manos de la que no puede escapar y que lo alejan irremediablemente del corredor caído.
Las manos del corredor caído abandonan la posición de saludo, se han convertido en un puño cerrado que golpea con furia las piernas. Al cerebro le cuesta pararlas, pero finalmente lo consigue enviando una señal combinada de dolor de nudillos y de uñas a punto de perforar la piel de las palmas. Las piernas se despiertan y preguntan qué ha pasado. Las manos gritan. El cerebro intenta recordar en qué momento tuvo la idea de meterse en todo este tinglado, pero fracasa al intentar entender por qué pensó que sería una buena idea.