La torre del reloj

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La imagen es obra de Ernst Ludwig Kirchner.

Tras haberme mudado, me causó cierta sorpresa descubrir que las particularidades propias de la gran ciudad no habían sido las responsables de que mi ánimo se hubiese enturbiado durante los primeros días de estancia en mi nuevo hogar.

Me había mentalizado para soportar el tipo de contrariedades que juzgaba más molestas de vivir en la ciudad, tales como habitar pared con pared con otras personas cuyo rasgo distintivo era el de ser unos auténticos desconocidos, o el trasiego incesante de gente, gente que deja unos sitios para encaminarse a otros sitios a lo largo de unas calles repletas de sitios que no cesan de recibir y despachar un aluvión interminable de gente, sin olvidar otras cuestiones como la suciedad y los olores de las calles, nauseabundos en la mayoría de casos, y de los que evitaba incluso investigar su procedencia (aunque intuía que provenían de formas de inmundicia del todo detestables y de vicios en absoluto edificantes). Era algo muy diferente a lo que ocurría en la pequeña aldea de la que procedía, donde los olores, aunque en ocasiones llegasen a ser desagradables, siempre eran consecuencia de algún mecanismo íntimamente ligado a la naturaleza y, por tanto, terminaban por fundirse en armonía con el entorno hasta resultar indistinguibles, como, por ejemplo, el olor del campo recién abonado de los buenos vecinos de mi familia, los Schröder, o los restos de algún animal que no había podido evitar formar parte de la cadena trófica, o alguna que otra cosecha estropeada por las inclemencias del tiempo, el infortunio, o la poca diligencia de algún paisano. En mi nueva residencia, en el corazón de la urbe, eso no sucedía: el alcantarillado de la ciudad todavía estaba en construcción, y los efluvios indeseables parecían formar parte indisociable del decorado urbano. Pero, al fin y al cabo, había llegado hasta allí para cumplir con una misión muy concreta: completar mis estudios universitarios y, una vez licenciado en leyes, volver a mi tierra y convertirme en un miembro respetable y útil para mi comunidad. Y mientras todos los incordios que amenazasen ese plan respondiesen a lo que mis expectativas habían previsto y me permitiesen seguir adelante, podía tolerarlos.

Lo que nunca imaginé, sin embargo, fue que sería el ruido del reloj lo que iba a hacer insufrible mi estancia en aquella ciudad. No mi reloj, ni el reloj de nadie en concreto, sino el reloj de la torre que se elevaba sobre la plaza más concurrida de la ciudad. Desde el primer momento en que pisé aquella plaza no pude dejar de percibir ese ruido, reiterado e irritante. Era el ruido de una maquinaria diabólica que no cesaba de funcionar cada segundo de cada minuto de cada hora, y al que todo el mundo parecía indiferente. Lo oía cuando paseaba por la plaza (hubiese mucha o poca gente), pero también desde el aula de la Universidad a la que acudía a diario, e incluso desde mi habitación, a no demasiada distancia de la plaza, mientras intentaba conciliar el sueño en las ruidosas noches de la ciudad.  En cualquier circunstancia y donde quiera que estuviese, el ruido de ese reloj infatigable estaba siempre presente. 

Era un ruido que me desorientaba, penetraba ocupando cualquier mínimo resquicio dentro de mí, y me sumía en un extraño estado de aletargamiento que me costaba horrores sacudirme. En ocasiones me sobresaltaba al descubrirme en lugares a los que no sabía bien cómo había llegado. Sentir mi juicio arrebatado por mecanismos tan misteriosos era algo que me provocaba una ansiedad ingobernable.

Una noche, harto hasta límites que yo mismo desconocía, decidí colarme en la torre del reloj llevando conmigo alguno de los voluminosos libros que en poco tiempo habían terminado abarrotado las estanterías de mi habitación. Aquello era como dejarme engullir por mi peor enemigo. El ruido del reloj desde dentro del propio reloj era insoportable. A pesar de haber tenido la precaución de colocarme unos tapones en los oídos, sentía el sonido golpeando igualmente cada centímetro de mi piel, intentando atravesarme. Pero resistí con una fuerza de voluntad encomiable y conseguí malograr el mecanismo del reloj por la vía de atascar los engranajes, usando para ello los grandes volúmenes que había llevado bajo mi brazo. Durante los días siguientes, noté que eran los demás habitantes de la ciudad quienes caminaban vacilantes y con cierto aire de desamparo, como unas crías de pato que se hubiesen quedado huérfanas, mientras que yo disfrutaba de un ambiente agradable y sosegado como nunca había experimentado allí. Tiempo después, sin embargo, la ciudad terminó por recuperar su pulso habitual. A nadie parecía afectar ya que el ruido del reloj hubiese dejado de sonar, y nadie parecía haberse preocupado de que volviese a sonar como antes del sabotaje que yo había perpetrado.

Un día un muchacho llamó a mi puerta y reconocí en él al hijo de los Schröder, los vecinos de mis padres en el pueblo. En un primer momento me sentí honrado de que un joven con mi mismo origen hubiese seguido mis pasos, me imaginé por un instante como modelo y referente para todos los jóvenes de mi región. Pero en seguida advertí que el muchacho era presa de cierta turbación, y tuve la impresión de que no me había reconocido como a un paisano a quien se hubiese alegrado de encontrar tan lejos de su hogar, sino como a un extraño a quien recurrir en un momento de desesperación.

—Por favor, señor, dígame que usted también oye el ruido infernal que hace ese reloj —dijo el joven Schröder, acompañando sus palabras con una mirada febril y suplicante—. Nadie aquí parece advertirlo excepto yo. Creo que terminaré por volverme loco. ¿Acaso no lo oye usted? ¿Cómo logra soportarlo?

No supe qué responder. Pero comprendí, mientras contemplaba la imagen trémula de aquel chico, como si estuviese mirando a un espejo que devolviese mi reflejo con meses de retraso, que ya nunca podría llevar a cabo mis planes tal y como los había concebido antes de llegar a la ciudad. Porque, por más atención que ponía, era incapaz de oír ningún ruido.

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