
El espejo era tan extenso que en su reflejo se podían ver todos los rincones de la amplia sala. Mientras esperaba, el peluquero contempló su propia imagen, las facciones caídas por la falta de sueño y por la exigencia cruel de la tarea que se le había encomendado. También podía ver la imagen del militar, tieso como una estatua, fusil en ristre, que hacía guardia ante la única puerta, sus facciones también caídas por motivos que el peluquero desconocía pero que, sin duda, también debían ser motivos de peso habida cuenta del aspecto tan desmejorado de esas facciones. El soldado mantenía la vista puesta en él, y el oído puesto en los sonidos que pudiesen llegar del pasillo. Al mínimo indicio de ruido que llegase del otro lado, movía sutilmente la cabeza para orientar la oreja en la dirección de la que procediese el rumor.
La estancia era austera, al contrario de lo que el peluquero había tenido ocasión de comprobar en el resto de espacios del palacio durante el largo recorrido que le había llevado, escoltado en todo momento, desde la entrada principal hasta aquella sala. Había podido percibir el exceso, el lujo y el derroche de riquezas en cada lugar por el que había pasado excepto en aquél donde ahora se encontraba. Más tarde comprendería por qué, pero en aquel momento le resultó llamativo que dentro de un palacio tan suntuoso hubiese una sala tan modesta como aquella: no había decoración alguna, y los únicos objetos que estaban a la vista, frente al enorme espejo, eran una butaca y una mesa sobre la que habían dejado una pequeña palangana con agua y unas cuantas toallas limpias.
El sonido de una serie de golpes contra la puerta hizo que el militar abandonase su rigidez postural y abriese, aunque sin perder de vista al peluquero en ningún momento. Entró entonces el Máximo Responsable de la Nación, el mismísimo dictador, acompañado de otro soldado armado. El dictador se sentó directamente en la butaca, cerró los ojos y reclinó la cabeza sobre el respaldo. No pronunció palabra, ni tampoco intercambió miradas o gestos con los allí presentes. Todo había sido acordado previamente entre el peluquero y los subordinados del mandamás que, tras sentarse, esperaba simple y pacientemente a dejarse hacer. Era evidente la necesidad que tenía de un afeitado. Su agrio rostro apenas se intuía, enterrado como estaba en una infinidad de pelo desaliñado.
El peluquero había sido seleccionado entre un numeroso grupo de candidatos para llevar a cabo la tarea de arreglar las barbas del dictador. Había sido sometido a exhaustivas pruebas y a una escrupulosa, hasta límites enfermizos, investigación.
Las precauciones que el régimen había tomado para una tarea aparentemente tan rutinaria como aquella podían parecer excesivas, pero si lo hacían así era porque sabían que los opositores al régimen conspiraban sin descanso para derrocar al dictador, y no podían permitirse bajar la guardia.
Y, sin embargo, ni siquiera todas las precauciones tomadas habían sido suficientes en aquella ocasión, pues los opositores habían conseguido tramar un plan con posibilidades de éxito; aunque, por supuesto, el peluquero era el único que lo sabía. Antes de ser seleccionado por el régimen para lo que ahora se disponía a hacer, el peluquero había sido captado secretamente por los opositores, que habían preparado una concienzuda estrategia para superar el proceso de selección y llegar a tener la ocasión de liquidar al odiado dictador. Pero, ¿eran los opositores menos odiosos que quien lideraba el odioso régimen que querían derrocar? Pues lo cierto es que no era el caso, teniendo en cuenta que habían amenazado al peluquero con matar a su hija si no llevaba a cabo para ellos la misión de asesinar al dictador. Si salía de aquella sala dejando con vida al dictador, los opositores acabarían con la vida de su hija. Y si daba muerte al tirano, intentando fingir un “accidente” con la cuchilla durante el afeitado, tenía claro que los que pondrían fin a su vida serían los soldados que tenía, vigilantes, a su espalda.
Uno de los militares se acercó para entregarle lo que creía que serían los utensilios necesarios para realizar el corte de pelo y el arreglo de la barba. Sin embargo, lo único que recibió el peluquero fueron unas minúsculas pinzas. Lanzó una inquisitiva mirada a los soldados preguntándose si eso era todo lo que iba a poder utilizar, a lo que fue respondido con un simple movimiento de cabeza que venía a decir que además de las pinzas también tenía el agua y las toallas que había sobre la mesa. Comprendió entonces el peluquero que la austeridad que se había decretado en aquella estancia tenía por objeto reducir cualquier riesgo para la vida del dictador. Ni navajas, ni tijeras, ni objetos pesados, ni nada que fuese susceptible de utilizarse para atentar contra la vida del líder. Puede que alguno de aquellos soldados, adiestrados en letales técnicas de lucha, fuesen capaces, en caso de encontrarse en su lugar, de acabar con la vida de alguien usando tan sólo unas toallas, unas pinzas o un poco de agua, pero desde luego no era el caso de un simple peluquero como él.
Comprendió, pues, con profundo pesar, que no iba a poder cumplir la misión que clandestinamente le habían encomendado los opositores, lo que significaba que no volvería a ver a su hija nunca más. Ni siquiera podría despedirse de ella, ya que en cuanto se extendiese la noticia de que no había ocurrido ningún percance fatal durante el afeitado del dictador, los opositores cumplirían su amenaza de forma inmisericorde.
Pero tampoco podía abandonar la sala sin hacer aquello para lo que el régimen lo había seleccionado. Quizá lo único que podía hacer era alargar el proceso todo lo posible, retrasar un poco más el funesto desenlace de todo aquello. Así que, resignado, comenzó a trabajar con las pinzas. El filo del instrumento era tan estrecho que le permitía cortar tan solo un pelo a la vez. Trabajar así, desde luego, iba a hacer que la tarea durarse horas, lo que parecía no importarle en absoluto al dictador: la característica relajación facial y el ritmo respiratorio que exhibía en ese momento delataban que ya se había dormido. Tampoco le importaba al peluquero, e incluso hubiese deseado que el trabajo fuese interminable para postergar indefinidamente lo que habría de ocurrir una vez terminase con aquello. Pero la realidad era que cada pelo que cortaba alimentaba un temor que se volvía más y más tangible, como el prisionero que avanza hacia el borde de un acantilado empujado por la punta de una espada. Y, mientras lo hacía, no dejaba de preguntarse si habría otra salida, si podría hacer algo para esquivar un infausto destino que parecía inevitable. Con frecuencia, el peluquero tomaba un descanso para alargar todavía más la tarea, momento que aprovechaban los militares para hacer un cambio de guardia: se iba de la sala uno de los dos y, al cabo de un rato, entraba otro que hasta que no estaba lo suficientemente cerca el peluquero no podía asegurar que no se tratase del mismo soldado que se había ido. Hasta seis cambios de guardia se llevaron a cabo mientras duró el laborioso proceso de arreglar la que fuera una frondosa pelambre horas antes.
Cuando hubo terminado, el peluquero colocó una toalla húmeda sobre el rostro del dictador y comunicó a los soldados, casi mediante susurros, que él ya estaba listo para retirarse, pero que el dictador todavía dormía y convenía no molestarlo. Uno de los militares, pues, escoltó al peluquero hasta la salida del palacio, permaneciendo el otro en guardia a la puerta de la sala mientras duraba el sueño del dictador.
Horas más tarde, apareció el General Secretario de la Nación y, sorprendido ante la noticia de que el dictador seguía durmiendo, ordenó al soldado que le permitiese pasar de todos modos, pues había un asunto urgente que requería la atención inexcusable del Máximo Responsable de la Nación y que, sintiéndolo mucho, se veía en la obligación de interrumpir su descanso. Entraron, pues, el General y el soldado a la sala que había servido de improvisada peluquería. El dictador se encontraba en la misma pose y actitud que tenía antes de que lo hubiesen dejado solo. Ante el silencio que el dictador guardaba a las insistentes interpelaciones del General, decidieron retirarle la toalla que tenía sobre el rostro. Y fue entonces cuando constataron que el dictador no respiraba. El General ordenó la realización inmediata de una autopsia en la que se descubrió que las vías respiratorias del dictador estaban obstruidas por una maraña inconcebible de pelos entretejidos que formaban un tapón del todo impenetrable.
El peluquero, intuyendo todo lo que estaba ocurriendo, esperaba que en cualquier momento lo fuesen a buscar. Sin embargo, ya no temía nada, pues había ganado tiempo suficiente para poner a su hija a salvo y despedirse para siempre de ella.