
Una anciana bruja tejía sobre su regazo una manta de cuatro colores, oculta en un tipi de piel curtida. Movía las manos sobre la lana dejando bailar sus dedos sobre ella, hipnotizada por el sonido hueco del golpetear de los palos de pino que manejaba. Junto a la tienda se erguía un árbol de gigantescas proporciones, orgulloso en su postura y gentil en sus raíces, que se enmarañaba bajo la tienda para ser el asiento de la bruja. Los huesos de la anciana se resentían sobre la madera, vulnerables al frío y a la humedad de un día gris.
Abstraída en su tarea, pronto se quedó dormida. Y lejos de despertarla un ruido o cualquier otra molestia, la sobresaltó la ausencia: nadie había ido aún a visitarla. A ella, madre y hermana de todas en aquella colonia de brujas. Su mente fue atravesada por una inseguridad punzante y una soledad desgarradora, pero no tardó mucho en cuestionarse ambas. Inquieta, trató de ponerse en pie, pero fue interrumpida por una llegada inesperada. Una general de casco plateado, poco más alta que ella, se asomó a la puerta de su refugio con una sonrisa pícara.
– Te pillé – dijo.
La anciana vio los restos color escarlata en la hoja de su espada y supo que nadie vendría. No contestó, aún tardaba en comprender qué estaba pasando.
– Tus amigas tenían levantado un hechizo de ocultación. ¿Eras su jefa? – la expresión de la general se endureció bajo el amparo del casco. Avanzaba con paso cauto hacia la conmocionada bruja.
Un hechizo de protección para una vieja, no debieron emplear su energía en eso, pensó la anciana. Su corazón se partía en pedazos pequeños y agudos que se retorcían en su pecho. Entonces, se acercó a la joven y agarró su espada por la hoja. La general, sorprendida, tiró de ella y cortó la palma de la mujer con sus cantos afilados. Entonando un canto grave y susurrante, la mujer bruja colocó ambas manos sobre el suelo, hincando sus artríticas rodillas sobre la tierra que se mezclaba con su sangre. Al poco tiempo, el centenario árbol que cubría el tipi pareció despertar de un largo sueño y rugió con furia, haciendo temblar el suelo bajo sus pies, mientras las gruesas raíces comenzaban a rodearlas a ambas en un sofocante abrazo. La guerrera se revolvía contra ellas ferozmente, balanceando su espada.
No muy lejos de allí, un soldado buscaba a su general con una ansiedad reprimida cuando escuchó el bramar del drago en el bosque. Se apresuró por la ladera de la colina que los separaba, hasta llegar a oír los cantos de la bruja en el fondo de su cabeza. Llegó a tiempo de ver al poderoso árbol engullir entre sus ramas la tienda hasta no quedar rastro de ella. Permaneció quieto, hasta que notó el suelo crujir y lo vio abrirse bajo su peso. Con un salto llegó a alcanzar el borde del acantilado que cortaba ahora la ladera y trepó jadeante hasta ponerse a salvo. Después se tumbó bocarriba sobre la hierba, aún intentando recobrar el aliento y, con el cuerpo rígido, contempló el cielo gris que lo cubría.
Relato de rakelmforero.