
Mientras se dirigía al hospital en compañía de su madre, Eli se encontró sucesivamente con un grafiti en el que se veía a un atleta alzando el puño; con un diminuto perro que remolcaba con asombroso ímpetu a su dueña; y con un puesto de algodón de azúcar.
La imagen del atleta era imponente. Su madre le había contado que era un corredor que había ganado un oro olímpico y, tras colgarse la medalla en el podio, había hecho ese gesto reivindicativo: el puño enguantado erguido hacia el cielo. El dibujo emanaba una energía que elevaba el ánimo de Eli cada vez que lo veía. Siempre pasaba junto al grafiti cuando tenía que ir al hospital, así que se había convertido en una presencia grata que le hacía compañía durante el camino.
Después vio al perro. Era tan minúsculo que no había podido evitar fijarse en él. La altura del perrito no superaba la de las rodillas de Eli. Pero lo realmente sorprendente era que, aún siendo tan poca cosa, conseguía arrastrar tras de sí a su dueña con un nervio inaudito. Los abuelos de Eli tenían un perro que era más grande que él. Una vez habían tomado las medidas de ambos con la cinta métrica. Eli medía 96 cm, y Lando, que era como se llamaba el perro, resultó medir 98 cm. Tenía un aspecto monstruoso, pero después resultó ser un animal perezoso y flemático. Quizá aquella señora arrastrada por su mascota vivía en un piso muy pequeño y por eso tenía un perro tan diminuto, porque si tuviese un perro gigantesco como Lando no podrían vivir los dos en el mismo lugar. A Eli le parecía fascinante la diversidad tan amplia de perros que podía llegar a existir.
El puesto de algodón de azúcar estaba en una plaza que tenían que atravesar para llegar al hospital. Eli le preguntó a su madre si podría pedirse uno en el camino de vuelta, aunque no le gustaba demasiado que su madre le tuviese que dar de comer el algodón, pues no solía acertar con la cantidad exacta que le gustaba degustar. Pero Eli no se lo reprochaba, sabía muy bien que si no fuese por las atenciones y la ayuda que su madre le prestaba nunca hubiese podido probar el algodón de azúcar, ni ninguna otra cosa.
En el hospital lo estaban esperando el doctor Bermúdez y Gustavo. Gustavo estudiaba en la universidad y tenía unos tatuajes en los brazos que eran lo más. Eli los observaba impresionado siempre que coincidía con él. Pero esa vez sus brazos estaban posados sobre una gran caja, y la atención de Eli se desvió inevitablemente de los tatuajes de Gustavo a la caja. Al fin había llegado el día. La amplia sonrisa de Gustavo lo confirmaba. No demoraron más el momento y la abrieron. Dentro estaba la trésdesis que Gustavo había diseñado: una especie de prótesis de brazo fabricada con una impresora 3D específicamente para Eli. Gustavo le había pintado unos tatuajes como los suyos, y Eli no pudo contener un grito de entusiasmo al verlos. El doctor Bermúdez observaba con atención, pues había entablado una colaboración con Gustavo para estudiar y evaluar la aplicación de esas tecnologías tan innovadoras en los pacientes. Instalaron la trésdesis fijándola con unas correas al muñón que Eli tenía bajo su hombro derecho. Funcionaba de una forma puramente mecánica: en función del ángulo de inclinación y de la velocidad del movimiento que Eli hiciese con el brazo, el puño de la prótesis se abría o se cerraba. Eli probó a agarrar un vaso de agua de los que había en una fuente en la consulta del doctor. Los primeros dos intentos terminaron con el vaso en el suelo, pero al tercero ya le había cogido el tranquillo y recibió las felicitaciones de todos. Antes de despedirse, Gustavo anunció que ya estaba trabajando en el diseño de la prótesis para el brazo izquierdo, y Eli consiguió hacer el gesto del pulgar hacia arriba a modo de réplica, arrancándole risas a todos.
La vuelta a casa la hicieron Eli y su madre regresando por el mismo camino de siempre, pero todos los recuerdos que a partir de ese día iba a conservar Eli de los trayectos de vuelta desde el hospital se iban limitar solo a los recuerdos de ese día concreto. Porque fue la primera vez que pudo tomar algodón de azúcar valiéndose por sí mismo, sosteniendo con su propia mano protésica el palo del algodón, y el sabor de ese algodón se fijó en su memoria como el mejor que nunca había probado. También fue la primera vez que pudo acariciar a un perro, el diminuto perro que a esas horas todavía seguía paseando a su dueña por los parques, incansable y turbulento. Eli se acercó para rascarle con suavidad detrás de las orejas y el perrito se calmó de repente. La sensación era completamente nueva para él, y al animal parecía gustarle. Eli pensó en todo lo que iba a poder jugar con Lando de ahora en adelante. Finalmente, se volvió a encontrar con el grafiti del atleta con el puño en alto. Eli pidió a su madre que le hiciera una foto mientras imitaba la pose del campeón olímpico. Nunca antes había podido hacer algo así, y ambos se rieron mucho al ver el resultado. La foto había quedado bien. Y Eli pensó que algún día, pronto, conseguiría hacerse esa misma foto pero en modo selfie. De repente, tuvo la impresión de que ahora tenía el mundo entero al alcance de la mano.