
Hay días en los que no hablo ningún idioma y hoy parece uno de ellos. Me noto el cuerpo ligero y bien recogido entre mis manos, parece que me he desarropado, pero no tengo frío. Decido levantarme y descubrir qué sorpresa me aguarda, pero en cuanto hago el esfuerzo de incorporarme un retortijón me pilla desprevenido. Me concentro en mantenerme cuerdo mientras noto mi cuerpo contraerse con espasmos rítmicos y, finalmente, todo el proceso cesa con un alivio repentino. Me siento algo incómodo, parece que tengo algo debajo. Consigo levantarme y apartarme y allí está: el huevo que acabo de poner. Me inunda una euforia paternal a medida que me doy cuenta de qué tipo de día me espera. Hoy soy una gallina.
Camino por el pasillo de mi casa moviendo la cabeza de adelante a atrás por algún motivo, preguntándome qué tendré en la cocina que pueda comer con aquella forma. Quizás se esperaría de mí una mayor estupefacción, pero es que ya estoy acostumbrado a este tipo de sensibilidad que me viene de familia, a esta capacidad tan extrema de expresión emocional que rompe las fronteras de todo entendimiento. Me siento como una gallina, por eso pongo huevos y tengo pico.
Pienso en rescatar mi móvil del salón y buscar qué comen las gallinas, pero la visión inconfundible de mis dedos convertidos en unas hermosas alas color canela, me recuerda que no funcionaría. Bueno, pienso, me dirijo a la alacena y me ensaño picoteando el pan duro del día anterior. Luego me acomodo en uno de los cojines del sillón y me pongo a pensar. Pasado un tiempo indeterminado, me despierto: las consecuencias de dormirse a las cuatro de la mañana y levantarse con horario de gallina.
Lo cierto es que ayer no podía conciliar el sueño, ¿por qué era? Ah, ya recuerdo… Escuché gritos en el descansillo y espié por la mirilla. Allí estaba mi vecina, la de la puerta izquierda, la de la coleta rubia y los ojos pequeños, y su marido, el chico trajeado de sonrisa amable. Llegué a tiempo de verlo abofetearla. Después me alejé de la puerta y me puse a hacer la cena, porque no era asunto mío. Y sigue sin serlo.
Intento ignorar los acontecimientos de nuevo, pero sigo siendo una gallina, así que también tengo que ignorar eso. Puede que me venga bien descansar y que todo sea distinto dentro de un rato. Me subo a la cama aleteando un poco y allí está: mi huevo. Se me había olvidado. Me pregunto si debería incubarlo, pero me doy cuenta de que me falta un gallo que me pretenda para tener un pollito. Nunca pensé que tendría este problema. Me intento hacer un hueco entre las almohadas, pero no estoy a gusto, no puedo dormirme. Pues nada, pienso, a las bravas entonces.
Noto cómo se me caen las plumas a medida que alargo mi mano hasta el huevo que reposaba junto a mí en la cama. Mis dedos de persona rodean la fina cáscara y me da un poco de asco al principio, pero es mi huevo, al fin y al cabo. Lo llevo hasta la cocina y lo casco en un bol, después casco otros dos que tenía en la nevera, le añado yogur, aceite de oliva, azúcar, bicarbonato y harina. Remuevo con gracia mientras se precalienta el horno. Empiezo a sudar, pero lo mismo es de los nervios. Embadurno una bandeja con unas gotitas de aceite más y echo la masa, después se cocina una media hora. He vivido medias horas más largas.
Casi sin darme cuenta allí estoy, frente a la puerta de la izquierda con un bizcocho de limón entre las manos y llamando al timbre. Mi vecina me abre la puerta. Su pelo rubio sigue recogido en una coleta y uno de sus ojos pequeños está rodeado por un pequeño halo violáceo.
– ¡Ah!, tú eres el vecino nuevo, ¿verdad? – dice.
– Sí, me llamo Javi, ¿puedo pasar?
Relato de rakelmforero.