
Beni Cappo era un delincuente a la vez famoso y escurridizo. Las autoridades sospechaban de él y pretendían atraparlo, pero él se sabía pretendido por las autoridades y siempre conseguía eludir su asedio con elegancia de funambulista. Había ganado mucho con la compraventa de alcohol de contrabando durante años. Pero cuando vio que el círculo de vigilancia policial se estrechaba demasiado en torno a él, no tuvo inconveniente en desaparecer por una temporada. Se tomaba unas pequeñas vacaciones, solía decirle a los suyos. Meses después puso en marcha una red de distribución de obras de arte falsificadas. Y cuando intuyó que las pesquisas de sus enemigos empezaban a centrarse demasiado en él, volvió a evaporarse como por ensalmo. Agentes de la ley y maleantes rivales se preguntaban qué sería lo siguiente, pero antes de que pudiesen encontrar una respuesta Beni ya tenía a punto su próximo golpe: amañar un combate de boxeo para ganar en las apuestas.
Lucio Delporte era el socio perfecto para sus negocios. No era la única persona de confianza a la que podía recurrir para ejercer el arte del delito, pero era su favorito. Lucio era el brazo firme que ejecutaba lo que quiera que el cerebro de Beni planificase. Se le conocía como el hombre de los mil empleos. Había trabajado de todo y en todas partes: en el campo, en el mar, en la mina, como sirviente en los barrios ricos, o curtiendo el lomo en las fábricas cercanas a los arrabales; e incluso había llegado a formar parte del mundo del espectáculo, entreteniendo a la audiencia desde las tablas de un escenario. Cada vez que alguien le preguntaba sobre su vida, Lucio nunca relataba la misma experiencia. Su repertorio de anécdotas y vivencias era inagotable. Su currículum completo era un puzzle del que nadie tenía todas las piezas. Un día conoció a Beni durante una timba ilegal, y desde entonces les había ido lo suficientemente bien juntos como para que su asociación se hubiese convertido en la relación laboral más duradera de Lucio.
Mientras Beni le contaba la idea de su siguiente proyecto, Lucio sacó su amuleto del bolsillo para juguetear con él, como hacía siempre que algo le suscitaba buenos presagios. Era una especie de medallita con un prisma transparente incrustado en el centro, pero que estaba atravesado por un eje que le permitía rotar, lo que producía unos llamativos efectos lumínicos en función de la velocidad a la que girase el cristal.
—Deberías descansar un poco, Beni. Esa cabeza tuya nunca deja de tramar planes—dijo Lucio, mientras exhibía los llamativos destellos de su amuleto—. Aunque si los planes son como el que me propones, ciertamente se trata de planes bien jugosos.
—Pues claro, amigo —respondió Beni, entrecortando una carcajada—. Si no lo hago yo, otro hará el negocio y entonces nos quedaremos sin nada. Deja que te explique cómo lo vamos a hacer.
El asunto consistía en amañar la velada de boxeo que tendría lugar en un gimnasio de segunda de un barrio de las afueras. Beni preparó un maletín con 5.000 dólares que entregó a Lucio, que concertó una cita con el púgil al que se le había otorgado el distintivo de favorito: un botarate tosco y ancho como una bola de demolición al que llamaban el Polaco. Los 5.000 debían bastar para convencer al Polaco de que se dejase tumbar en el tercer asalto. Su contrincante, apodado Fidelito, era un gigantón desmadejado y pulposo por el que nadie daba un céntimo. Así que Beni usaría otros 10.000 para apostar por la improbable derrota del Polaco y dar así el pelotazo.
La noche del combate, Beni y Lucio se sentaron cerca del cuadrilátero dispuestos a representar el papel de espectadores sorprendidos ante el inesperado desenlace que ellos habían dispuesto para aquella velada. Los sucesos, sin embargo, no ocurrieron conforme a lo planeado. El Polaco salió a matar desde el principio, feroz y desatado, como si llevase una semana entera sin comer. Fidelito hacía lo que podía por defenderse, pero se intuía que aquello solo podía terminar de una manera. El Polaco golpeaba sin tregua, y si Fidelito no había besado todavía la lona era porque el otro en seguida lo acorralaba contra una esquina, y lo golpeaba con tal frenesí que no dejaba que se cayera, al tiempo que lo iba magullando por dentro más y más.
—¿Pero este tipo qué hace? No ha matado al Fidelito de milagro —susurró Beni al oído de Lucio al término del segundo asalto—. ¿Estás seguro que entendió lo que tenía que hacer?
—Claro que sí. Yo tampoco entiendo a qué está jugando. Veamos que pasa al inicio del tercer asalto, y si no pinta bien todavía estaremos a tiempo de hacer algo…
Durante el tercer asalto, la dinámica no cambió. El Polaco seguía machacando sin compasión, y era ya innegable que Fidelito iba a caer en cualquier momento.
—Como gane te juro que me lo cargo. ¿Pretende quedarse con mis 5.000, y hacerme perder además los 10.000 de la apuesta? Me lo cargaré, Lucio.
—Te aseguro que nos encargaremos de él, Ben. Pero lo que podemos hacer por ahora es hablar con Homar para que truque los registros y cambie al menos el sentido de tu apuesta. Nos debe favores.
—De acuerdo, ve rápido y cierra eso con Homar.
Mientras Lucio se levantaba para ir a ver al corredor de apuestas, en el cuadrilátero el Polaco ejecutó un crochet dirigido al pómulo izquierdo de Fidelito. Era un golpe muy evidente, telegrafiado, pero Fidelito ya no tenía fuerzas ni para mantener los ojos abiertos. Cayó sin remedio a la lona, y el árbitro inició una cuenta de diez segundos. El público se abalanzó sobre el cuadrilátero y la apasionada masa arrastró a Beni hasta que acabó a un palmo de las cuerdas, mientras contemplaba la escena atenazado por una mezcla de miedo e ira. Cuando la cuenta del árbitro llegó a cinco Fidelito empezó a mover un brazo, pero no era capaz de encontrar el suelo para apoyarlo. Cuando la cuenta llegó a ocho, el cuerpo del Polaco cayó contra la lona con tanta fuerza que todos los presentes en aquel gimnasio percibieron la vibración bajo la suela de sus zapatos.
El barullo cesó de plano, y lo único que se escuchó durante los segundos que siguieron a la inesperada caída del favorito fue el sonido de las gotas de sudor deslizándose por las sienes de los sorprendidos rostros. El árbitro paró la cuenta de Fidelito, su mirada pasmada se había quedado atorada sobre el cuerpo del Polaco, tendido a su lado, sin sentido. Fidelito se fue incorporando trabajosamente, pero ya nadie le estaba prestando atención. Era como si el mundo se hubiese congelado a su alrededor. Cuando al fin logró ponerse de pie hizo un gesto al árbitro, a quien no le quedó más remedio que iniciar una cuenta de diez para el Polaco. Entonces el ruido volvió en torno al cuadrilátero, la gente trataba de reanimar al púgil a gritos antes de que la cuenta llegase a diez. Pero no lo lograron. Fidelito sonrió, aunque nadie hubiese adivinado una sonrisa en ese rostro suyo donde no quedaba un solo rincón que no estuviese hinchado o roto. Más que una sonrisa de felicidad por haberse proclamado ganador del combate, era una reacción de alivio por haber llegado a su fin la inmisericorde tortura a la que había sido sometido desde el incio de la pelea. Varios fanáticos entre el público decidieron que si no iban cobrar sus apuestas fallidas entonces iban a hacer que el Polaco las pagase con su piel y se subieron a la lona poseídos por la rabia para atizarle desmayado lo que nunca hubiesen podido atizarle de estar el Polaco consciente.
La policía no tardó en presentarse en el lugar y, a fuerza de arrastrar a los más alborotadores hasta el calabozo por la vía del garrotazo revestido con la potestad de la ley y el orden, consiguieron que el tumulto se fuese dispersando. Beni escuchó todo desde debajo del cuadrilátero, donde se había ocultado en cuanto adivinó que la trifulca era ya inevitable. Logró así esquivar una vez más el careo con la autoridad, y en los días siguientes se propuso esclarecer lo ocurrido durante aquella enloquecida velada.
No pudo localizar a Lucio, a quien supuso ocupado tratando de resolver por su lado el asunto de las apuestas. Pero no le preocupaba demasiado, pues si alguien sabía sacudirse los problemas de encima con absoluta eficacia, era precisamente su socio. Mientras Lucio no aparecía se hizo acompañar de uno de sus chicos de confianza, Valfredo, un novillo que apuntaba maneras y al que no le venía mal espolearse un poco.
Acudieron en primer lugar a hablar con el Polaco. El desgraciado luchador estaba en una cama de hospital y a duras penas podía responder a las preguntas de Beni, pues casi no podía hablar de tan estropeada que le habían dejado la cara. Incluso el acto de recordar le provocaba dolor físico, tal había sido la paliza que le habían dado aquellos exaltados que habían subido al cuadrilátero. De entre lo que pudo contar, Beni entendió que el Polaco había querido decir que el dinero que le habían dado no era para dejarse ganar en el tercer asalto, sino para noquear a su oponente en el tercer asalto. Y que además de eso, Lucio le había dicho no sé qué cosa de caerse dormido cuando el árbitro llegase a la cuenta de ocho. Y que todo esto se lo había contado mientras le mostraba un peculiar amuleto.
Beni dio por hecho que el púgil deliraba a causa de la zurra recibida, y se fue con Valfredo a buscar a Homar, el corredor de apuestas. Éste le dijo que Lucio, en efecto, lo había obligado a cambiar el sentido de la apuesta de Beni, para que pasase a ser una apuesta a favor del Polaco. Pero que además Lucio había hecho su propia apuesta a favor de Fidelito. Y que de hecho había sido la única apuesta registrada a favor del chambón de Fidelito. Homar confesó tener un recuerdo confuso del momento en que Lucio retiró las ganancias. Normalmente no hubiese pagado nada a nadie, habida cuenta del desarrollo tan sospechoso que había tenido el combate, pero acabó dándoselo todo a Lucio sin saber muy bien cómo. Solo recordaba que llevaba una especie de extraña medalla en el momento de recoger el dinero.
Beni juzgó que ya era hora de hablar seriamente con Lucio. Como seguía sin dar señales de vida fueron a verlo directamente a su casa. Entraron sin llamar a la puerta y comprobaron que allí no había nadie. Sin embargo, en la casa parecía que no faltase nada. Estaba como estaría la casa de alguien que hubiese querido huir tan rápido que ni tiempo había tenido de echar el cerrojo con llave. Registraron la casa, pero nada de lo que encontraron les interesaba. Las únicas cosas de las que no había rastro eran el propio Lucio y el dinero. Notaron un solo detalle discordante: una nota de papel que había sido dejada deliberadamente sobre un aparador negro. Valfredo leyó lo que ponía: “Deberías descansar un poco, Beni. Esa cabeza tuya nunca deja de tramar planes”. Casi no había terminado de pronunciar la frase cuando Beni se desplomó con tal estruendo que sonó como un petardazo de los que se tiran en las grandes celebraciones.
Valfredo se echó al suelo, asustado. Zarandeó el cuerpo de Beni con intención de reanimarlo, pero no respondió. Levantó la vista para tratar de localizar la cocina e ir a por agua. Pero su vista se detuvo en un panel que decoraba una pared, un panel en el que no habían reparado pero que de repente cobró una relevancia impensada. En él se veía la imagen de Lucio, elegante y dándoselas de misterioso gurú con un estrafalario medallón al cuello. Y sobre él, en estridentes letras, un abigarrado rótulo con aspiraciones de gran espectáculo decía: “Luc Delporte, el hipnotizador. Pasen y vean al misterioso hombre capaz de acceder hasta lo más profundo de su psique”.