
Amparo se despertó una mañana y notó que su apartamento, que ya era pequeño originalmente, había encogido durante la noche. El espacio a su alrededor era ahora más estrecho de lo que recordaba. Tardó un tiempo en darse cuenta de que esa impresión no era una ilusión provocada por sus todavía adormilados sentidos, a los que siempre le llevaba un rato sacudirse el letargo posterior al sueño, sino que realmente las dimensiones de su hogar se habían reducido de alguna manera inexplicable. Tardó solo un poco más en sospechar que en realidad no era su casa la que había encogido, sino que era ella la que había crecido. Lo certificó al incorporarse en la cama y ver que estaba desnuda. El pijama que se había puesto la noche anterior estaba hecho trizas, aplastado entre su cuerpo y las sábanas. Y, a pesar de que estaba sentada en el mismo centro de su cama, sus piernas sobresalían mucho más allá del borde del colchón: los dedos de sus pies estaban apoyados contra la pared opuesta, y su cabeza rozaba la lámpara del techo.
Una angustia repentina se apoderó de ella, y todo lo que tenía que hacer durante ese día, su rutina, su trabajo, sus preocupaciones, dejó de ser importante ante la excepcional circunstancia en la que se encontraba. Pensó en llamar al centro médico, pero se dio cuenta de que el tamaño de sus dedos no le permitía usar el teléfono. Casi no podía usar nada de lo que tenía en casa. De repente todo tenía el tamaño de los objetos en miniatura que se usan para decorar las casas de muñecas. Pensó en salir a la calle y pedir ayuda, pero se dio cuenta de que estaba desnuda y de que no podía usar su ropa, ya que ahora era igual de pequeña que el resto de sus cosas. Tal vez pudiese usar las cortinas para taparse un poco, pero pronto descubrió que el problema era aún peor. Aunque hubiese tenido ropa de un tamaño suficientemente grande para su talla actual, no habría servido de nada porque comprobó que ella misma ya no cabía por la puerta del apartamento ni por ninguna ventana. Se había quedado irremediablemente atrapada dentro de su casa.
Gritó todo lo fuerte que pudo, gritó a las paredes y a la puerta y al techo y al suelo para intentar alertar a sus vecinos. Golpeó con sus ahora grandes manos las paredes y el temblor se propagó rápido por todo el edificio. Notó como poco a poco se empezaba a formar revuelo afuera, en los rellanos de la escalera. Los vecinos, alarmados, llamaron a un cerrajero que acudió con urgencia a abrir la puerta del apartamento de Amparo. Pero cuando accedieron al piso y la vieron allí, a tamaño sobrenatural, ocupando la práctica totalidad del espacio, contorsionada como si fuese la asistenta de un mago dentro de una caja en la que estuviesen a punto de clavarse varias espadas (aunque ninguna de ellas llegaría a perforar su piel debido a la postura estratégica con la que la asistentas de los magos acurrucan dentro de esas cajas), lo único que supieron hacer sus vecinos fue alejarse de la puerta entre exclamaciones de asombro y terror.
Al poco rato aparecieron la policía y los bomberos. Amaparo no había dejado de crecer en ningún momento y para entonces apenas cabía ya dentro de la casa. La escena trajo a su memoria el recuerdo de una travesura de su infancia. Su padre solía pasar temporadas fuera de casa por trabajo, y Amparo lo extrañaba tanto que en una ocasión se había metido dentro de su maleta de viaje mientras esperaba por un taxi que lo llevase al aeropuerto. El plan no había prosperado, pues su padre enseguida se dio cuenta de que algo no encajaba: la maleta pesaba treinta kilos más de los que debería. Pero durante unos minutos Amparo había estado oculta en la oscuridad de aquella maleta, ovillada de una forma similar a como ahora estaba. La diferencia era que aquella ocasión había tenido un final predecible: su padre había abierto la maleta y ella había tenido que conformarse con verlo partir mientras se quedaba en tierra. Mientras que ahora, oprimida por las paredes de su casa, no tenía ni idea de lo que iba a pasar.
Los servicios de emergencias evaluaron la situación en busca de alguna solución. Pero tampoco pudieron pensarlo durante mucho tiempo, pues la estructura del edificio comenzó a ceder. Decidieron evacuar a todos los vecinos con carácter urgente, y desde afuera vieron cómo las paredes se agrietaron hasta resquebrajarse como si fuesen la cáscara de un huevo, y vieron las extremidades de Amparo caer sobre la calle y hacer temblar el suelo con una intensidad tal que por primera vez tomaron conciencia de la magnitud del tamaño que Amparo había alcanzado.
Su crecimiento era imparable. Amparo se había convertido en un problema para el barrio entero. Pasó a ser un caso de estudio para la ciencia, aunque la ciencia no lograba explicarse lo que ocurría con Amparo. Se trataba de un problema que en teoría no se podía dar en la práctica. Una acromegalia agudísima, que había alcanzado niveles jamás vistos. Lo habitual en alguien que sufre ese tipo de afección es que le sobrevengan una serie de problemas estructurales, circulatorios y esqueléticos que le terminen ocasionando la muerte. Pero nada de esto sucedía con Amparo. Muchos querían estudiar el fenómeno, pero el fenómeno era imposible de estudiar porque cada día cambiaba, haciéndose más y más grande, más inabarcable.
Pronto se convirtió en un elemento habitual del paisaje y, al mismo tiempo, en una preocupación para la ciudad entera. Era el tema de conversación de todo el mundo a todas horas. Había grupos de fundamentalistas religiosos que la consideraban una bruja y proponían acabar con ella a base de fuego antes de que fuese demasiado tarde, obsesos sexuales que viajaban desde todas partes para contemplar extasiados su desnuda enormidad, catastrofistas que temían convertirse en comida para la mujer gigante pero que cuando recibieron la noticia de que Amparo en realidad era vegana pasaron a enarbolar la bandera del puritanismo e hicieron suya la denuncia de Amparo como demonio-obsceno; negacionistas que aseguraban que la existencia de Amparo era un engaño y una invención de élites conspiradoras a pesar de que lo primero que veían desde su ventana al levantarse cada mañana era el infinito cuerpo de Amparo recortado contra el horizonte; feministas que denunciaban que el problema no era de Amparo, sino de todos los demás; ecologistas que proponían una solución distinta cada semana al problema de dónde debería fijar su residencia Amparo; escolares que solicitaban que Amparo se mudase a la llanura donde vivían para convirtiese en montaña; y tertulianos televisivos que cada semana iban adoptando sucesivamente los roles de expertos científicos, expertos religiosos, expertos en catástrofes, expertos en trastornos y en conductas sexuales, expertos en conspiranoia y ocultismo, expertos en feminismo, expertos en ecología y en cualquier otro rol que se les ocurriese con tal de no dejar de crear contenido para sus programas. Y los enfrentamientos entre estos grupos, y otros muchos que iban surgiendo y desapareciendo, se sucedían día a día sin solución de continuidad.
Lo único que no cambiaba era el hecho de que Amparo seguía creciendo. Se instaló en una región apartada, cerca del mar. Tuvo que sumergirse casi por completo en el océano para evitar aplastar la tierra con su cuerpo. Llegó un momento en el que la comunicación con ella ya no era posible. Si ella hablaba, provocaba un estruendo insoportable para la gente que habitase en kilómetros a la redonda. Y cualquier mensaje que alguien intentase hacerle llegar a Amparo era para ella un susurro ininteligible. Se requirió a astrónomos para que intentaran pergeñar algún sistema a través del cual entablar contacto con ella, pues la situación empezaba a ser demasiado parecida a intentar comunicarse con una alienígena. Se había creado un auténtico abismo entre Amparo y el resto de la humanidad. La escala de la situación era ya inmanejable.
Cuando los enormes dedos de sus pies fueron avistados en la costa de otro continente, el planeta entero entró en estado de pánico. Se sometieron a consideración ideas de todo tipo para intentar dar con una “solución” al problema, ideas locas, disparatadas, proyectos militares que estaban reservados a escenarios de guerra. Ya no se la veía como algo humano. Pero en realidad nadie tenía el convencimiento de que hubiese una solución posible, se hablaba mucho y se hacía poco, porque nadie sabía realmente cómo actuar ni, sobre todo, cómo lidiar con las consecuencias que se derivasen de esa actuación. Pero Amparo ya no era consciente de nada. Todo lo que pudiesen estar tramando en relación a ella era algo que le resultaba ya muy lejano, algo que le llegaba como un eco apagado que se diluía más cada día en el silencio de un cosmos del que cada vez era más consciente.
Un día, el mundo entero amaneció sin la visión del cuerpo de Amparo. De pronto, había desaparecido. No había rastro de ella en todo el planeta. Sin embargo, los astrónomos descubrieron que algo había cambiado en el cielo. Se trataba de una constelación que había surgido aparentemente de la noche a la mañana, justo el mismo día en que Amparo se había esfumado. Era un conjunto de estrellas en el que nadie había reparado nunca antes porque sencillamente no constaba en ninguna parte. No existía hasta ese momento. Y, aunque se tratase de un hecho sorprendente, no tuvo ni de cerca la misma repercusión que habían tenido la existencia y posterior desaparición de Amparo. Pero con ese tipo de hechos sabían manejarse, y esta vez sí supieron qué hacer. Bautizaron la constelación que acababan de descubrir con el nombre de Refugium.