¡Oh, musas!

“¡Oh, musas!», gritó.


La abarrotada plaza lo miró, dándole la oportunidad de ofrecer un espectáculo a la altura de sus expectativas, y allí estaba. Descamisado, borracho, arrodillado sobre el suelo empedrado y cubierto de barro, y aún así tan solemne y admirado como solía verse. Tal vez por la pasión con la que trenzaba sus palabras o tal vez por la desesperación de sus súplicas, que parecían retorcerse en su pecho y contaminar el silencio que había cubierto el mercado.


“Concededme el dulce tormento de una última obra maestra. De deshacerme entre tinta y papeles y dejar de existir para siempre, o moriré de agonía”, continuaba. Puro romanticismo. No sabía si recogerlo del suelo y llevarlo a su casa o si esperarme al apoteósico desenlace. La caja de naranjas que llevaba a cuestas me adormecía el brazo derecho, así que la dejé en el suelo y me acerqué al tumulto de gente que había organizado con sus lamentaciones. Ya mostraba un puñal sobre su pecho cuando conseguí colarme hasta la primera fila.


“¡Roberto, amigo!”, le interrumpí. “Qué espectáculo tan lamentable para esta pobre gente”, dije después. Él sonrió al verme, con una ilusión infantil y dejó caer el arma mientras venía hacia mí. Me abrazó como si no le importara romperme y nos perdimos entre la multitud, que aún esperaba un final digno para aquella historia. Hubo cuchicheos y soniquetes de decepción a medida que nos alejábamos, pero quedaron en la lejanía más pronto que tarde.


Caminábamos medio bailando bajo el cielo despejado y notaba cada vez más su peso sobre el mío. Empezaba a quedarse dormido de pie y sabía que me tocaría cargarlo el último trecho del camino, pero no terminaba de importarme. Estar con él me hacía sentir a salvo, en tierra conocida. Demasiado conocía la soledad como para no apreciar la calidez de su presencia.


El sol empezaba a ser molesto cuando llegamos a la puerta de la taberna en la que vivía, tenía que volver al trabajo rápido o notarían mi ausencia. Así que cargué con su cuerpo sudoroso e inconsciente por las escaleras del edificio, recorrí el pasillo arrastrándole un poco y le dejé tirado sobre su cama, rodeada de ropa, restos de comida y papeles. Le dediqué una última mirada antes de marcharme, todo parecía en orden. Recogí una manta de aquel suelo tan sucio y se la tiré por encima por si acaso. Entonces cerré la puerta satisfecho sin saber que esa sería la última vez que lo vería.

Relato e ilustración de @rakelmforero.

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