Árboles de hoja caduca

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La imagen es obra de Alphonse Maria Mucha.

Teníamos la costumbre de ir a comer los domingos al restaurante de Gulshan. Nos parecía más acogedor que nuestra propia casa. Su terraza del jardín (el «bagh») es un reducto al margen del mundo, donde puedes olvidarte de todo y pensar únicamente en lo que tienes allí mismo al alcance de la vista, del gusto y del olfato. En la mesa, el pan recién hecho, despidiendo un aroma embriagador; a un lado, una botella de vino, albergando la promesa de intensos placeres para el paladar; los cubiertos, sobre el blanco mantel, revelando la expectativa de una suculenta comida. Y al otro lado de la mesa, su mirada.

Durante años habíamos practicado aquel ritual semanal. Rodeados de aquella vegetación, en la que se mezclaban serbales de los cazadores, arces reales, o ciruelos de hojas púrpuras, tenía la impresión de que la felicidad podía entenderse como una receta compuesta por un número determinado de ingredientes (el lugar, la fecha, su compañía…). Y si uno conseguía descubrir la fórmula correcta para prepararla, ésta se podía repetir una y otra vez, ad infinitum. Como los platos que allí servían. 

Aquel día, sin embargo, percibí un cambio. Pero no tenía nada que ver con el entorno. Observé su rostro con atención y noté que algo distinto sucedía. Sus labios no tenían la tensión de otras veces. Sus párpados, ligeramente caídos, otorgaban a su expresión un halo de cansancio; posando la vista en un lugar en el que nunca antes se había posado. Un lugar que estaba muy lejos de aquel jardín. Si alguien tenía la experiencia y el conocimiento necesarios para interpretar esas casi imperceptibles señales, era yo. Y la conclusión, por mucho que me doliese, solo yo podía extraerla. «Tú ya no quieres estar conmigo», dije, saltándome los entrantes y yendo directamente al plato fuerte. Me miró como si alguien hubiese extirpado sus pensamientos más íntimos y los hubiese colgado, a la vista de todos, en alguna de las ramas que ocupaban el espacio sobre nuestras cabezas. En ese momento tuve la certeza de que no llegaríamos al postre.

Aún conservo la costumbre de ir a comer los domingos al restaurante de Gulshan. Me parece más acogedor que mi propia casa. Su terraza del jardín (el «bagh») es un reducto al margen del mundo, donde puedes olvidarte de todo y pensar únicamente en lo que tienes allí mismo al alcance de la vista, del gusto y del olfato. En la mesa, el pan recién hecho, despidiendo un aroma embriagador; a un lado, una botella de vino, albergando la promesa de intensos placeres para el paladar; los cubiertos, sobre el blanco mantel, revelando la expectativa de una suculenta comida. Y al otro lado de la mesa, su insoportable ausencia.

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