
Su vista se paseaba lenta por aquellos árboles tan familiares, impregnados de olor a resina y buenos tiempos. Parecía un vuelo más por entre sus copas enmarañadas, pero esa vez el silencio pintaba un cuadro inquietante. Cada rayo de sol naranja que se colaba por entre las hojas parecía una pequeña maldición según se atenuaba, dando paso a la noche con la que moría aquel bosque de criaturas extrañas.
El camino comenzó a estrecharse y el ave perdió sus plumas contra las ramas que definían un oscuro túnel. Perdió también sus alas y sus patas, y su pico se volvió ancho y grisáceo. Al abrirse, una lengua larga y fina salió con un siseo. Todavía podía sentir el profundo calambre de la hechicería a lo largo de todo su cuerpo, junto a la reconfortante sensación de sus escamas plateadas bailando sobre las hojas.
Encontró un hueco entre la vegetación del suelo y decidió arrojarse al vacío desde lo alto para cambiar de forma. Cogió velocidad, se precipitó por el agujero y comenzó a girar en el aire como una peonza. Se preguntó si moriría mientras su cuerpo se retorcía y crecía, explotaba y se ensanchaba, y entonces cayó sobre tierra firme. Tardó unos segundos en recomponerse, pero en cuanto le pareció poder moverse echó a correr con toda la potencia de sus patas traseras.
El viento le acariciaba la cara y llenaba sus pulmones hasta apretarlos bien contra las costillas. Sus músculos ardían y su boca y su pecho se cubrían de dolor a medida que jadeaba. Pronto los árboles empezaron a escasear y el bosque quedó lejano en el horizonte más allá del barranco. Incapaz de mirar abajo, esperó a que sus patas dejasen de notar la hierba bajo su peso, cogió impulso y saltó.
Tras unos angustiosos segundos de pánico en el estómago, un estridente graznido asomó por su garganta. Veloz y silencioso, batía sus alas y surcaba el aire sobre el río del valle, hasta que alcanzó a ver un enorme tronco retorcido coronado por hojas negras. Entonces viró y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, frenó violentamente para entrar por una brecha en la corteza hasta su interior.
Agitando las alas, se posó con cuidado en un lecho de tierra y ramas, pero aún no se atrevió a recorrer con sus ojos la cavidad. Dio pequeños pasos, lentos y asustados. Ya atinaba a ver la punta de las enormes alas blancas de la maga, pero aún no miró. Esperaba en vano un coraje repentino que no llegaba, así que finalmente arrastró su miedo con él a medida que levantaba la cabeza.
Reconoció al instante aquellos ojos profundos y amables a los que juró lealtad un día. Su forma redondeada y su particular brillo violáceo. Notó que se deshacía en una melancolía que le chisporroteaba en el pecho y quedó sin palabras frente a aquella majestuosa lechuza. “No esperaba que vinieras”, resonó en su cabeza con ternura. Sabía que no hacía falta, pero él quería estar allí.
Se acercó en silencio hasta que el roce de sus plumas con las de ella empezó a ser algo a lo que aferrarse. Luego se agachó y se acurrucó bajo su ala con un sonido agudo que lo ruborizó un poco. Cerró los ojos y permaneció allí inmóvil hasta que el calor que lo envolvía se convirtió en fría e inexpresiva madera, hasta que solo fue un pájaro como cualquier otro escondido en un bosque sin bruja.
Relato de @rakelmforero