La tragedia del primer hombre pájaro

La ilustración es obra de Eugene Frost, a quien podéis seguir en Behance, Instagram, o Twitter.

Armen siempre se arrepintió de haber sido el creador de los hombres pájaro. En su juventud había sido un muchacho curioso. Aunque no desarrolló un tipo de curiosidad que estuviese bien vista por aquel entonces. El pequeño reino de Cordobia, de donde Armen era natural, estaba en permanente conflicto con varias de sus regiones vecinas. Y todo lo que no fuera de interés desde un enfoque belicista no recibía respaldo de la corte, ni en general se le prestaba atención alguna en aquella sociedad.

La curiosidad que sentía Armen era, pues, por ese tipo de cosas en las que nadie solía pararse a pensar. Le interesaban las biografías de los árboles, se preguntaba por qué el cielo tiene el color que tiene y no cualquier otro, y le inquietaba profundamente no saber a dónde van los mosquitos cuando hace frío. Pero lo que más le obsesionaba era el vuelo de los pájaros. Envidiaba a las aves por su capacidad de sobrevolar, con pasmosa facilidad, obstáculos que para un ser terrestre como él, condenado a no poder desprenderse de la omnipresencia del suelo, eran imposibles de superar. El cielo era un espacio ilimitado de libertad, y al mismo tiempo era inconquistable para el género humano. Pero él jamás se abandonó a la resignación. Como resultado de sus insistentes observaciones terminó llegando a la conclusión de que se podían diseñar y construir unas alas a escala humana con las que llegar a imitar la capacidad de vuelo que tenían los pájaros. Y a ello se dedicó con denodada determinación, para admiración de nadie.

Esa era la clase de ocupación en la que empleaba su tiempo. Nadie se molestaba demasiado en saber de qué se trataba, ni Armen insistía mucho en darlo a conocer.

Tan absorto estaba en el desarrollo de sus investigaciones que era tenido por alguien más bien torpe y que se pasaba la mayor parte del día embobado, fantaseando con absurdidades. No se le consideraba apto para la lucha, ni para la arenga, ni para la estrategia, ni para la logística, ni para nada que tuviese importancia. Nadie lo tenía en consideración para nada. Se le había endosado un estatus de marginado, ocupaba una posición completamente relegada en la comunidad. Armen no estaba molesto por ese trato, sin embargo. Dado que lo habían dejado por imposible, nadie se entrometía en sus asuntos, y podía dedicarse con tranquilidad a lo que más le gustaba. En cierto modo era un privilegio, aunque un privilegio que nadie en Cordobia querría para sí. Para los demás cordobianos era una condescendencia para nada honrosa, algo que no había más remedio que tolerar a un loco inútil como él.

Pero cuando logró terminar su proyecto de alas a escala humana, y quiso experimentar su funcionamiento, se dio cuenta de que no tenía más alternativa que salir de su ostracismo y solicitar colaboración a la corte. Resulta que el único punto de la ciudad con la suficiente altura para ensayar un salto con su invención era la torre del Palacio Real. Y para acceder a ella necesitaba contar con el permiso del rey. Para sorpresa de muchos, entre los que se encontraba el propio Armen, el rey le concedió audiencia. Aunque lo sorprendente de verdad fue que tras escuchar la exposición de Armen, donde explicó cómo quería saltar desde la torre con sus propias alas, el rey resolvió concederle permiso para su experimento. La mayoría no entendió por qué se le prestaba atención a una propuesta tan frívola. Aunque también había quien apuntaba a un gesto de desinteresada magnanimidad por parte de la corte. Al fin y al cabo, no tenía por qué suponer ningún problema para nadie. Si el salto salía bien, podía constituir un inofensivo entretenimiento para el vulgo, una pequeña distracción dentro del ambiente de interminable conflicto con el que la población tenía que convivir cada día; y en el peor de los casos, si saliese mal y Armen no viviera para contarlo, pues tampoco se iba a perder nada demasiado valioso.

El día del salto, Armen subió a la torre y desplegó sus rudimentarias alas desde lo alto. Abajo, en las calles de la ciudad, se había congregado tanta gente que de pronto le pareció milagroso que cupiesen todos en Cordobia. Armen se lanzó y lo que ocurrió a continuación fue algo que no se ajustó a las expectativas de nadie. Los cordobianos, que no tenían verdadera fe en Armen y daban por hecho que se iba a estrellar de forma fatal, se quedaron boquiabiertos al ver como conseguía sobrevolar sus cabezas describiendo una grácil trayectoria. Y Armen, que siempre había confiado ciegamente en que conseguiría ejecutar un vuelo perfecto, comprobó que la fase de aterrizaje era más complicada de lo que había previsto, y acabó rompiéndose las piernas cuando quiso tomar tierra.

Aún así, aquello supuso un punto de inflexión en la historia del reino. La gente se entusiasmó con el vuelo, y Armen sintió que los cordobianos podían poner al fin la mirada en algo que estuviese más allá de las rivalidades fronterizas, en algo que les moviese a olvidar las infructuosas rencillas de siempre y a poner por una vez la atención en las cosas asombrosas de la vida. La corte designó a un grupo de artesanos para que trabajasen a las órdenes de Armen. En el mismo momento de tomar tierra, Armen se había dado cuenta de que, además de las alas, necesitaba incorporar una cola como la que tienen los pájaros para que la maniobra de aterrizaje se pudiese hacer de forma controlada. Desde la cama donde estaba postrado a consecuencia de las graves lesiones de sus piernas, guió a otros para que incorporasen mejoras a su invención. Y así fue como sus ayudantes consiguieron realizar un vuelo completamente exitoso. En consecuencia, se le empezó a dispensar a Armen un trato de ídolo. Se le dedicó incluso una escultura conmemorativa en los jardines reales, y su imagen comenzó a aparecer en todos los rincones.

El hombre pájaro, cuya semilla había sido la fantasía evocadora de Armen, acababa de convertirse en una realidad. Pero Armen no había imaginado lo que podría llegar a ocurrir después de que su sueño de volar se hubiese materializado al fin. La corte de Cordobia creó una unidad especial de hombres pájaro en el ejército del reino. Eso les proporcionó una superioridad aplastante en todos los conflictos que mantenían con las regiones colindantes. Los hombres pájaro eran capaces de sortear cualquier defensa enemiga y atacar de forma fulminante a sus oponentes. La cantidad de daños y las muertes infligidas mediante estos ataques eran tantas que los rivales no tardaban en solicitar la rendición incondicional. Cordobia ganó en cuestión de semanas todas las guerras en las que había estado inmersa desde hacía décadas.

Tras saber lo que había ocurrido, Armen cayó presa de una profunda turbación. Deseó no haber sido el artífice del nacimiento de los hombres pájaro. Dedicó un gran esfuerzo a pensar alguna manera de contrarrestar el uso militar que le habían dado a su idea. Pero no fue capaz de concebir nada. Muy a su pesar, su creación había servido para algo muy diferente a lo que había querido.

Un día pidió que lo subieran de nuevo a la torre, con el falso pretexto de realizar unas mediciones de rutina de la velocidad del viento. Una vez en lo alto, aprovechando una distracción de sus acompañantes, se arrastró hasta el borde y se dejó caer, solo que esta vez no llevaba las alas puestas. Cayó a más velocidad de la que un hombre pájaro había alcanzado nunca. Y lo último que vio, antes de encontrarse de forma irremediable con el suelo, fue la estatua que habían erigido en su honor.

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