
Mauricio se despertó y, al sentir la calma que reinaba en la mañana, se sintió desgraciado. Se irguió del colchón por pura inercia. La rutina, resultado de muchos años de repeticiones, lo llevó a abrir el armario de forma mecánica. Vio el uniforme de general colgado en una percha al fondo, impecable. Lo había llevado a la tintorería tras su acto de jubilación. Ahora solo podría usarlo para actos solemnes o militares. Se vistió lo más viejo que encontró, unas vulgares ropas de faena. Desayunó con apesadumbrado rictus, y salió al jardín rastrillo en mano, dispuesto a experimentar el primer día del resto de su vida. La tarea que le aguardaba afuera era la de recoger las hojas secas del jardín. Si todavía estuviese en el cuartel, la agenda del día le hubiese deparado a un joven grupo de reclutas esperando recibir una clase de táctica y logística, de sistemas de armas, o de gestión operativa. Pero ahora, la perspectiva que se abría ante él era la del completo aburrimiento.
Caminó hasta un extremo de su jardín y comenzó a arrastrar hojas secas, agrupándolas de manera que formasen un montículo. Recorrió pacientemente todo el jardín hasta haber acumulado suficientes hojas como para que la cima le llegase a la altura del ombligo. Cuando juzgó terminada la faena, se encaminó a su casa con el pensamiento puesto en la nevera. Empezaba a hacer calor. Al menos había una parte de todo aquello que no estaba tan mal: el trago de refrescante de cerveza que se iba a permitir disfrutar. En esa ocasión estaba plenamente justificado, por muchas objeciones que su médico de cabecera quisiera ponerle. Se disponía a entrar cuando algo que oyó a su espalda lo hizo detenerse. Era un silbido que daba forma a una melodía alegre. Al principio sonaba lejano, débil, pero poco a poco iba ganando nitidez. Mauricio se dio la vuelta y vio que junto al montículo de hojas se encontraba Pablito, el hijo pequeño de sus vecinos de enfrente. Había invadido su propiedad sin pedirle permiso. El niño había dejado de silbar y miraba el montón de hojas con los ojos muy abiertos. Iba vestido con un disfraz barato de caballero medieval y blandía una espada hecha con listones de madera.
Mauricio no necesitó realizar un gran esfuerzo para imaginar lo que ocurriría a continuación. Pablito elevaría la espada sobre su cabeza, con ambas manos cerradas sobre la empuñadura; sus ojos fabricarían una desafiante mirada al montículo de hojas, escrutando cualquier movimiento sospechoso, y lanzaría un golpe al corazón de la criatura oculta tras el follaje. Era demasiado listo para que lo fuesen a engañar con un camuflaje tan burdo. Luego volvería a cargar, una vez tras otra, hasta descuartizar por completo a su oponente.
Y no se equivocó en nada. Al ver el estropicio que estaba provocando, Mauricio emprendió la carrera en dirección a Pablito agitando en alto su rastrillo, mientras le gritaba que no se moviera de donde estaba porque quería darle un par de lecciones sobre urbanidad y civismo. Pero Pablito, al ver a Mauricio acercándose con tan didáctico propósito, cruzó la calle a toda velocidad en dirección a su propia casa. Mauricio lo persiguió a sabiendas de que no podría alcanzarlo, pero con la esperanza de que al menos su enfado disuadiese a aquel pequeño intruso de volver a aparecer por su jardín.
Tras la espantada de Pablito, Mauricio comenzó de nuevo a recoger las hojas que el niño había desperdigado, murmurando entre dientes y quejándose de la pérdida de tiempo que le suponía tener que hacer el mismo trabajo de nuevo. Cuando terminó, dejó el rastrillo clavado en el césped y entró en su casa mientras se secaba unas gotas de sudor con un pañuelo. Sacó de la nevera una lata de cerveza y, mientras bebía, se acercó a la ventana. Afuera, Pablito estaba otra vez en el jardín asestando mandobles al montón de hojas con enfebrecida vehemencia. Mauricio expulsó contra el cristal el líquido que tenía en la boca y salió corriendo hacia el jardín. En cuanto se dio cuenta de que su veterano vecino se acercaba profiriendo alaridos, Pablito se batió en retirada, refugiándose de nuevo en su casa.
Mauricio observó cómo el muchacho se alejaba, pero esta vez renunció a perseguirlo. Cogió el rastrillo de mala gana y comenzó, mientras maldecía en voz alta, a juntar todas las hojas una vez más. Entonces tuvo una idea. Se apresuró a colocar las hojas formando un nuevo montículo y echó un atento vistazo a su alrededor. Nadie miraba. Introdujo una pierna en la masa de hojas, con cuidado de no provocar un derrumbamiento. A continuación introdujo la otra pierna y se sumergió dentro de la montonera, arrodillándose, de manera que su cuerpo quedó completamente oculto. Mauricio se acomodó en su escondite y esperó. Al poco rato llegó a su oído la reconocible melodía de un silbido alegre. A través de los huecos que quedaban entre las hojas, Mauricio pudo vislumbrar los llamativos colores del disfraz de Pablito, que se aproximaba al lugar donde él estaba escondido. En ese momento, Mauricio anticipó lo que ocurriría a continuación: Pablito se dispondría a repetir su irritante travesura y entonces él, surgiendo por sorpresa desde el interior del montículo, agitaría los brazos con gesto amenazante, tal como haría un monstruo infame, pegando un susto de muerte a Pablito. Lo suficiente para quitarle las ganas de volver a poner un pie en su jardín en lo que quedaba de otoño.
Pablito se acercó, tal como Mauricio había previsto, y alzó su espada. Entonces, Mauricio se incorporó bruscamente, cubierto de hojas, moviendo los brazos de manera desacompasada mientras vociferaba con rabia. Vio como una leve expresión de terror asomaba en el rostro de Pablito. Pero a continuación también vio como otra expresión, esta vez de coraje, borraba por completo la anterior. Acto seguido, Mauricio sintió la dureza de un listón de madera golpeando su entrecejo con toda la fuerza de la que un niño de ocho años es capaz. El impacto lo paralizó, más por la sorpresa que por el dolor. Pablito aprovechó el momento para huir de nuevo hacia su casa, orgulloso de haber podido derrotar al fin a una fiera abominable y real, en lugar de a un monstruo imaginario, que era lo que habitualmente solía derrotar.
Mauricio entró en su casa frotándose el chichón. Se puso un poco de hielo sobre la hinchazón y se dirigió a la habitación para quitarse la ropa de faena. Sacó su uniforme militar del armario y lo echó sobre la cama. Estaba en guerra, y debía vestirse acorde a la ocasión.