La ilustración es de Jiban Parra, a quien podéis seguir en Facebook, Instagram, Twitter, Behance, o Dribbble.
Mi primer día en el instituto acabó siendo traumático. A pesar de haber estado preparándome durante tanto tiempo, comprobé que me costaba mucho esfuerzo mantener la concentración. Quizá aquello de tener que atender a varias cosas a la vez no era lo mío.
Después de una mañana agotadora fui a comer siguiendo a los demás alumnos. Todavía no había tenido la oportunidad de entablar contacto cercano con nadie. Me limité a imitar los comportamientos que iba observando en los demás, tratando de no llamar la atención. El comedor estaba completamente abarrotado. Me puse a la cola pensando en lo largo que se me iba a hacer el curso como lo que quedase por delante fuese parecido a lo que estaba viviendo ese día. Admito que quizá estaba viviendo con demasiado nerviosismo mi debut.
La voz de una de las cocineras captó mi atención. Cuando le tocaba atender a alguien, ponía una afable sonrisa y preguntaba con sincero candor qué plato servir. Y como remate utilizaba un cariñoso apelativo que, además, era único para cada alumno. Mientras esperaba pude comprobar que nunca llamaba de la misma manera a dos personas:
—¿Qué vas a tomar, campeón?
—¿Qué comes, princesa?
—¿Qué quieres, guapa?
—¿Qué va a ser, galán?
—¿Qué te apetece, simpatiquísima?…
Era admirable su capacidad para no repetir un solo apodo, con todos los que allí éramos. Admito que cuando llegó mi turno estaba expectante por escuchar qué fórmula utilizaría conmigo. Pero cuando dirigió su mirada hacia mí, la cálida sonrisa se le borró de la cara.
—¡Un monstruo! —gritó horrorizada, mientras retrocedía hasta golpear la pared con su espalda.
Entonces me di cuenta de que, contemplando toda aquella escena, me había distraído y había olvidado mantener mi disfraz de humano. A la vista del pánico que se generó de repente, comprendí que mi misión allí acababa de fracasar. No me quedó más remedio que huir de inmediato y regresar a mi lejano hogar.
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