La ilustración es de Carlos Castro, a quien podéis seguir en Facebook, Instagram, Twitter y en su página web.
Después de un fin de semana de trabajo, Nelson salió del hotel dispuesto a dar un paseo. Le gustaba perderse por las ciudades y los pueblos que visitaba, dejando que la curiosidad y la improvisación fuesen sus guías. Pero era incapaz de hacerlo si tenía trabajo por delante. Solo tras sentirse liberado de ataduras profesionales, y con el domingo ya rendido a la luz del atardecer, se permitía disfrutar de ese momento de distensión.
Mientras caminaba, sus pensamientos no tardaron en enterrarse bajo el ruido de los vehículos, el de la brisa agitando los ramajes, el del trasiego de la gente y sus conversaciones fugaces. Eran las voces de la calle. Su oído se las tomaba como un masaje terapéutico. Llevaba ya un buen rato deambulando cuando, de pronto, no pudo evitar reconocer un arpa emergiendo tímidamente desde algún rincón en medio de toda aquella maraña sonora. Comenzó a seguir ese hilo musical, intrigado. Tras doblar una esquina descubrió que procedía de un músico callejero.
No reconocía la melodía, no era nada que hubiese oído antes. Se quedó escuchando desde la distancia. El atuendo del músico, así como el arpa que velozmente acariciaba con sus dedos, eran muy modestos. Sin embargo, se desenvolvía con gran destreza, aunque casi nadie se paraba a apreciarlo. A pesar de la poca expectación que levantaba, el hombre seguía a lo suyo, tocando con una libertad admirable. Nelson lo contemplaba maravillado, actuando allí en plena calle pero, al mismo tiempo, revestido de cierto halo de ausencia, ajeno a casi todo lo que le rodeaba.
Una pareja pasó ignorando al músico callejero pero, en cambio, se quedaron mirándolo a él, con una mueca a medio camino entre la extrañeza y la sorpresa. Le preguntaron si era Nelson, el prestigioso arpista.
Él asintió. Ellos, con indisimulado entusiasmo, le dijeron que era un artista estupendo, que su concierto de la noche anterior en el teatro del municipio había sido magnífico, y que estaban deseando volver a escucharlo.
Nelson agradeció sus palabras y se prestó a hacerse una fotografía con ellos. Incluso cuando alguien le dedicaba un comentario amable, Nelson no dejaba de sentirse juzgado. Era incapaz de desprenderse de ese peso, de esa permanente sensación de que cualquier cosa que hiciese, sobre el escenario o incluso fuera de él, estaba sometida al escrutinio de una audiencia inasible. Aquella pareja se marchó sintiéndose la envidia de todos, tras haber conocido en persona a su ídolo. Nelson se alejó envidiando la manera en que aquel músico callejero era capaz de tocar.