La ilustración es de Marina López, a quien podéis seguir en su página web, Instagram o Twitter.
Por primera vez en mucho tiempo, la aventurera y fotógrafa Anabella Lockhart estaba desorientada. Daba igual a dónde dirigiera la mirada. Era incapaz de encontrar alguna pista que la condujese de regreso al gran salón. Se había separado del grupo de personas que allí estaba congregado para ir a buscar el lavabo; pero había terminado perdida en la maraña de pasillos, corredores, y estancias que conformaban aquella suntuosa mansión.
Se movía con torpeza en aquel entorno. Era muy diferente al que solía ser su hábitat natural. Si se hubiese encontrado en la selva amazónica, o en la del Congo, sin duda habría sabido orientarse mucho mejor. Y por si no fueran ya suficientemente opresivos los alambicados recovecos de ese palacete, desde el exterior llegaba el rugido de una tormenta que iba creciendo en intensidad. El sonido del viento y del agua, golpeando con fiereza los ventanales, hacían que aquel lugar resultase más claustrofóbico todavía.
En su solitario y titubeante deambular por aquellas habitaciones terminó por entrar en una sala en la que había algunos objetos en exposición, y se quedó un rato observándolos. El dueño de todo aquello, el magnate Wilbur McAllister, era un gran coleccionista de arte y antigüedades. Wilbur la había convocado, al igual que al resto de invitados que se encontraban en ese momento en el gran salón, para asistir a una recepción que esa tarde daba en su mansión. Acostumbraba a realizar ese tipo de actos con frecuencia. Tenía una inclinación casi obsesiva por dejarse ver en las páginas de ecos de sociedad.
Anabella sospechaba que la excusa para organizar el evento podría ser la presentación en sociedad de alguna de las piezas que habitaban aquella sala. En realidad, ella se encontraba algo descolocada en esos ambientes de encorsetados usos y refinadas costumbres. Si había acudido a tan ostentoso acto, se debía únicamente a que Wilbur era su principal mecenas, y había financiado varios de sus viajes por las selvas de medio mundo. De hecho, mientras los demás habían acudido a la cita con sus mejores galas, ella lo había hecho con su indumentaria de viaje. Los mismos pantalones de generosos bolsillos laterales con los que recorría las junglas, la clásica camisa con grandes solapas y botones y, cómo no, su inseparable zurrón. No sabía vestir de otra manera. Sin embargo, al verse en esa sala, rodeada de esas piezas, sintió de pronto una lejana sensación de familiaridad. Era como si una pizca de su verdadero hogar hubiese atravesado aquellas insulsas paredes para ir a arroparla.
A simple vista, la colección contenía piezas de gran valor. Había objetos procedentes de varios rincones del mundo y diferentes épocas de la historia. Desde África hasta las remotas islas del Pacífico. Y desde lejanos tiempos prehistóricos hasta comunidades aborígenes prácticamente ignotas en la actualidad.
Sin embargo, al contemplar más de cerca algunos de los objetos, en Anabella empezó a aflorar cierto desconcierto. Identificó, por ejemplo, una estela maya sobre la que existía una denuncia de robo. O el fragmento de un bajorrelieve de época olmeca, originario de cierta zona rica en patrimonio histórico que, hacía no mucho tiempo atrás, había sido vilmente saqueada. La sombra de una sospecha había enturbiado el encanto con el que Anabella admiraba aquellas obras de arte. ¿Era posible que aquellas piezas hubiesen acabado allí por vías ajenas a la legalidad?
Pero lo que turbó completamente el ánimo de Anabella fue encontrarse con un ejemplar de estrella albina de Sinharaja. Era la segunda vez en su vida que veía una de esas piedras con forma de estrella. La primera había sido durante uno de sus viajes por Sri Lanka. Se trataba de una extraña piedra, ligera, porosa, de un color blanco refulgente, y cuyo origen estaba envuelto en el más absoluto misterio. Fue en una de sus incursiones en la reserva forestal de Sinharaja cuando descubrió, y pudo fotografiar, algunos ejemplares de esta curiosa roca.
Preguntó a los habitantes de aquel lugar si la curiosa forma de aquellas piedras se debía a la acción natural o, en cambio, era obra del hombre. Nadie se lo supo aclarar. La mayoría parecían desconocer la existencia de esas peculiares rocas. Finalmente, pudo encontrar a un anciano que conocía una leyenda que, al parecer, explicaba el origen de la roca. Según el relato, mucho tiempo atrás, en esa región hubo un Príncipe que utilizó toda su influencia y su poder para bajar varias estrellas del cielo y ofrecerlas como obsequio a una hermosa joven de la que se había enamorado. La joven, impresionada ante semejante demostración de amor, accedió a casarse con el príncipe. Pero, de la misma manera que aquellas estrellas habían sido arrebatadas del cielo y pasado a estar cautivas en la tierra, aquella mujer pasó el resto de sus días confinada en el palacio Real, como la la posesión más preciada del Príncipe. Jamás se le permitió salir de allí. Lo máximo que pudo hacer, como simbólico acto de desobediencia, fue arrojar lo más lejos que pudo las estrellas con las que había sido obsequiada. Y así fue como, con el tiempo, terminaron desperdigándose por el bosque.
Anabella no había vuelto a ver esa roca en ningún otro lugar. Las fotos que había hecho en el Sinharaja todavía no estaban publicadas. Solo Wilbur y unas pocas personas más las habían visto. Así que, a la vista de la situación, Anabella se imaginaba cómo había podido acabar allí una de esas estrellas albinas. Probablemente gracias a algún opaco trato con saqueadores o traficantes.
Dominada por un impulso repentino, que no se molestó en aplacar, Anabella cogió la estrella albina y la guardó en su zurrón. Se había propuesto devolverla a su lugar de origen y, de paso, poner sobre aviso a las autoridades acerca de algunas de las piezas que en esa sala se guardaban.
Anabella enfiló la salida con decisión, pero justo cuando se disponía a abandonar aquel lugar, Wilbur entró en la sala y se abalanzó sobre ella. Comenzó a hablarle de manera un tanto atropellada, algo inusual en él. Al principio Anabella pensó que quizá la había descubierto cogiendo la estrella y que Wilbur, nervioso y a la vez decepcionado por la traición de su protegida, quería reprochárselo amargamente. Wilbur se postró ante Anabella y, aunque con dificultad, le iba diciendo lo mucho que le había costado llegar a ese punto. El gran aprecio que le tenía. El tiempo que había sufrido en silencio por esa situación. Y que ya no se podía aguantar más. Pero no se refería a la estrella, ni a ninguna otra de las piezas. Ni siquiera se había percatado de que Anabella tenía la piedra en su zurrón. Wilbur, simplemente, estaba intentando confesarle a Anabella lo que sentía por ella. Estaba enamorado y se estaba declarando. Cuando Anabella entendió la situación sintió un nuevo impulso que le crecía desde dentro. Y esta vez tampoco hizo nada por refrenarse.
Cogió su zurrón y lo lanzó con un enérgico golpe de brazo. El rostro de Wilbur se desencajó al contemplar la escena. El cristal del ventanal estalló en miles de pedazos, y un torbellino de agua y viento penetró en la habitación. Con la misma violencia con la que los elementos habían hecho aparición, Anabella abandonó el edificio saliendo por el hueco en la ventana. Recogió su zurrón en la calle y desapareció entre estallidos de relámpago y silbidos de ventisca.
Fue la última vez que Wilbur la vio. Después de eso, redujo a cero su apoyo a las expediciones en las que solía participar Anabella. Se cuenta que tuvo que devolver algunas piezas de su colección a sus legítimos dueños. Pero lo que no se cuenta es que las sustituyó por otras similares, y que seguía dando las mismas fiestas de siempre. Aunque, eso sí, ahora con renovados objetivos de conquista romántica.
Y en cuanto a Anabella, consiguió arreglárselas para continuar viajando por todos los rincones del planeta, cámara en mano y zurrón al hombro. Aunque nadie sabe con certeza cuál es su paradero actual. De lo que no queda duda es de que la estrella albina terminó regresando al lugar de donde procedía.