Elecciones

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La ilustración es de Nuria Pazos, a quien podéis seguir en su web, Instagram, o Twitter.


 

Detuvo el coche y se miró en el espejo retrovisor. Su aspecto era muy diferente al habitual. Llevaba el pelo recogido, excepto por el flequillo que caía sobre su frente. Se había puesto una gafas de pega, con cristales sin graduar. Y había escogido un jersey de lana negra, de anchas mangas y cuello alto, tan holgado que si se encogía lo suficiente podía esconder la cabeza y los brazos en su interior, a modo de caparazón, aislándose por completo del resto del universo. El propósito de llevar ese peculiar atuendo era evitar que alguien la pudiese reconocer. Y hasta el momento le había funcionado.

Acababa de detenerse en una estación de servicio en medio de ninguna parte. Era como un oasis entre kilómetros y kilómetros de asfalto. El coche necesitaba más combustible y ella necesitaba tomarse el primer momento de respiro en todo el día.

Esa misma mañana había regresado, después de varios años, a su antiguo pueblo. Ejercer su derecho a voto fue lo que la había llevado de vuelta al que había sido su colegio. Aquellas aulas, pasillos, rincones y escaleras ejercieron de inevitable disparador de aciagos recuerdos. Eran los lugares donde algunos de sus compañeros la habían maltratado durante la época en la que estudiaba allí. Su carácter retraído y la influencia de algunos problemas de salud que había arrastrado durante su infancia habían hecho de ella la perfecta candidata a quien colgar el apelativo de rara. No todo habían sido malos momentos pero, por desgracia, no le era posible evitar que los recuerdos de acosos y vejaciones la asaltasen mientras recorría de nuevo aquellas estancias. Se detuvo un momento en la entrada del gimnasio, el escenario de uno de los peores episodios que le tocó vivir. Al contemplar aquellas puertas su mente evocó inevitablemente el recuerdo de Sergio.

Sergio había sido el peor de sus acosadores. El más perseverante y despiadado. Una vez, en ese gimnasio donde ahora no se atrevía a entrar, sufrió un ataque de asma. Sergio le había escondido el inhalador y se carcajeaba burlonamente mientras ella se retorcía de asfixia en el suelo. Por poco no lo cuenta. Después de aquello, Sergio fue expulsado durante lo que quedaba de curso. Ella se mudó de ciudad durante aquel verano, así que nunca más lo volvió a ver.

Cuando recibió la notificación del censo y fue consciente de que estaba empadronada en su antiguo pueblo, una oscura sombra tiñó su ánimo. Se había construido una nueva vida en otra ciudad, y aquella carta la transportó a un lugar que ya creía haber dejado atrás, empujando a su memoria a navegar por desagradables parajes. Pero no era rescatar escenas de su pasado lo que más miedo le daba, sino la posibilidad de encontrarse con alguien conocido. Como ya era demasiado tarde como para solicitar un cambio en el padrón, estuvo tentada de no acudir a su primera cita con las urnas. Pero finalmente se obligó a ir, en parte como una prueba de fortaleza, para tratar de dar un paso definitivo y dejar atrás todo aquello.

Sin embargo, tras deambular un rato por los decorados de su dolorosa etapa escolar, se dio cuenta de que digerir todos los recuerdos que le sobrevenían estaba resultando más difícil de lo esperado. Terminó por buscar la mesa electoral donde le correspondía depositar su voto y, tras ejercer su derecho, se alejó de allí a toda prisa. Al menos su vestimenta de incógnito parecía haber surtido efecto. Nadie de por allí la había reconocido.

Ahora que ya había pasado el mal trago, mientras contemplaba lo desierta que estaba la estación de servicio en la que acababa de pararse, se prometió que lo primero que iba a hacer cuando llegase a casa sería actualizar su domicilio en el padrón municipal.

Pero antes tenía que repostar. Se bajó del coche y se dirigió con premura hacia la tienda. Entró en el establecimiento, obviando la recargada retahíla de artículos multicolor que habitualmente decoran ese tipo de establecimientos, y se dirigió directamente al puesto del dependiente. En la radio, unos tertulianos especulaban acerca de las consecuencias de los resultados electorales. Dejó las llaves del coche sobre el mostrador, y se echó la mano al bolso.

―Quería llenar medio depósito de gasolina, por favor dijo sin levantar la vista, mientras rebuscaba algo de dinero en su cartera.

El dependiente cogió las llaves, y tras un breve instante, dijo:

Disculpa, pero… ¿nos conocemos de algo?

No era la primera vez que le hacían esa pregunta. Se irritaba cuando alguien la reconocía y ella no era capaz de hacer lo mismo. Pero en esta ocasión, la voz del dependiente le resultó familiar.

Levantó la vista para fijarse en su rostro. Era Sergio. Con más años, más peso y menos pelo; pero estaba casi segura de que el dependiente era él. La miraba con una mueca entre inquisidora y sorprendida. Ella adivinó en su gesto la intención de decir algo más, así que se anticipó:

No creo…, solo estoy de paso dijo atropelladamente.

Y antes de que el silencio pudiese dar pie a la posibilidad de un diálogo, prosiguió:

¿El cuarto de baño, por favor? preguntó con un tono de voz menguante, mientras una antigua angustia la reclamaba desde el interior de su jersey-caparazón.

El dependiente señaló una puerta a su espalda. Ella se giró rápidamente y fue a refugiarse al diminuto espacio que le ofrecía aquel precario servicio. Echó el cerrojo. Sentada sobre la taza, utilizó el inhalador que llevaba en el bolso. Se preguntó si realmente se trataba de Sergio. Hacía un momento le había parecido que sí, pero ahora la ansiedad le hacía dudar.

Tras un buen rato respirando hondo y tratando sin éxito de calmarse, decidió marcharse de allí. El dependiente estaba tras el mostrador. Ya había terminado de hacer el repostaje. Dando rápidos pasos se acercó, dejó un par de billetes sobre el mostrador, dejó salir un tenue “puede quedarse con el cambio, gracias”, evitando el contacto visual, y dando media vuelta encaró la salida.

Oye, ¡espera!

Esas palabras la paralizaron. No quería permanecer más tiempo allí pero, de algún modo, obró contra su voluntad y se giró hacia el mostrador. El dependiente le estaba tendiendo las llaves de su coche.

Que te las olvidabas…

Ella se acercó a la máxima distancia desde la que podía alcanzar las llaves estirando por completo su brazo, y tras hacerse con ellas se encaminó sin más demora hacia su coche.

Durante el camino de vuelta a casa consiguió a duras penas distraerse alternando entre las emisoras de radio donde debatían de política y las que solo ponían música. Estaba agotada. Cuando por fin aparcó en su calle, dejó escapar un profundo suspiro.

Abrió la guantera del coche para coger el estuche de las gafas y descubrió que había una nota de papel allí dentro. Parecía que alguien la había colocado de tal forma que no pasase desapercibida al abrir la portezuela. Cogió el papel y lo acercó a la luz del techo. Era un papel amarillento que tenía sobreimpreso el logotipo de la gasolinera en la que había repostado, y únicamente estaba escrita, con tinta de bolígrafo, la palabra “Perdón”. Apartó la vista del papel y la posó en el espejo retrovisor. Su aspecto era lamentable. Se quitó las gafas, se soltó el pelo, y se fue a descansar.

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