Fräulein Dobermann

Pang_núria

La ilustración es de Núria Tamarit, a quien podéis seguir en su web, en Twitter, en Facebook, en Tumblr, en Instagram, o en Behance.

 

Los caminos que antaño conducían al pueblo de Apolda eran inclementes y descorteses. Karl Louis Dobermann, acostumbrado a recorrer los más apartados rincones del territorio del Gran Ducado de Sajonia, los conocía muy bien. De entre los distintos tipos de caminantes con los que Louis se podía cruzar, había dos sobre los que recaían sus principales preocupaciones: los bandidos, y los perros abandonados. Aunque los motivos por los que ambos tenían tanta relevancia para Louis eran muy diferentes en cada caso.

A los primeros, los temía. Constituían un peligro evidente para su seguridad, habida cuenta de su ocupación como recaudador de impuestos del Gran Ducado. Louis solía portar un arma de fuego cada vez que tenía que ausentarse del pueblo con la recaudación y adentrarse en esos inciertos caminos. Pero lo cierto es que, incluso teniendo a mano la supuesta protección que la pistola le brindaba, no terminaba de sentir una seguridad completa. No se creía en disposición de batirse en duelo con un oponente armado. Mucho menos si se trataba de un delincuente, a buen seguro alguien mucho más versado que él en toda clase de viles hostilidades. Confiaba en que la presencia del arma colgando de su cinturón bastase para ejercer una función disuasoria, más que en tener que utilizarla si llegaba el momento.

A los segundos, a los perros, los amaba. Louis era un verdadero entusiasta de estos animales. No en vano, su otra ocupación consistía en gestionar la perrera municipal de Apolda. No faltaba quien pensase que lo hacía simplemente como expiación por su impopular trabajo de recaudador. No obstante, la pasión de Louis era genuina. Su sueño era llegar a tener un perro guardián que lo acompañase en todo momento, otorgándole auténtica protección. Un guardián leal, enérgico y fuerte, que ahuyentase a posibles agresores y que lo defendiese con eficacia en caso de verse envuelto en cualquier angustioso trance. Esa era su idea de seguridad. Con un perro así podría echarse a los caminos sin albergar temor alguno.

En su perrera, Louis contaba con una gran cantidad de ejemplares de diferentes razas, cada cual con sus propias características: el aplomo del Rottweiler, la elegancia del Galgo, la fiabilidad del Pastor alemán, la tenacidad del Manchester Terrier, la audacia del Braco de Weimar. Sin embargo, ninguna raza lo convencía por sí sola para desempeñar el perfecto papel de guardián. Louis quería algo que todavía no existía. Y por eso se había propuesto gestar en su perrera al guardián definitivo. Para conseguirlo realizaba cruces entre las distintas razas, buscando el exacto equilibrio de cualidades al que su ideal aspiraba. Un proceso lento, que requería cuidado y paciencia, pero en el que Louis perseveraba.

Su hija Úrsula lo ayudaba con ese trabajo. Se encargaba de cuidar y alimentar a los cachorros mestizos que nacían de los cruces que su padre llevaba a cabo, y se preguntaba si algún día todos esos pequeños podrían llegar a cumplir las expectativas que su padre se había creado.

Úrsula acostumbraba a pensar que todo eso de criar la quintaesencia del impecable perro guardián era un simple capricho de su padre, a quien le perdía su pasión desmedida por los perros. Aunque comenzó a cambiar de parecer el día que un mercader llegó a la perrera para entregar un animal que había encontrado en el camino, un Pinscher alemán con claros signos de haber sufrido un cruel maltrato. Úrsula acogió al perro y dio las gracias al mercader por salvarlo. Pero el hombre le pidió ayuda para descargar a otro herido que traía a lomos de su caballo. Cuando Úrsula se acercó se dio cuenta de que no era de otro perro herido de quien hablaba el mercader. Se trataba de su propio padre. Le habían tendido una emboscada cuando volvía desde la vecina población de Obertrebra. Unos bandidos maltrataron al Pinscher dejándolo en el camino a modo de señuelo. Cuando Louis vio al perro, no pudo evitar acercarse a socorrerlo. Los bandidos aprovecharon entonces, estando Louis desprevenido, para molerlo a golpes y quitarle todo el dinero que llevaba, abandonándolos tanto a él como al perro en el camino.

Desde aquel día, padre e hija intercambiaron los papeles que habían desempeñado hasta aquel momento. Él se quedó trabajando en la perrera y ella asumió la labor de recaudar los impuestos. La situación no era del agrado de Louis, pues temía constantemente por la seguridad de su hija. Pero él y su maltrecho estado de salud poco podían hacer ya por ella. Para tratar de tranquilizar a su padre, Úrsula comenzó a llevar consigo la compañía de algunos de los perros que su padre criaba. Aunque tampoco se olvidaba de la pistola.

Al cabo de un tiempo, Louis falleció. Úrsula heredó entonces todas las ocupaciones que su padre había desempeñado. Cuidadora de perros por el día, y recaudadora por la noche. Había escogido hacerlo de ese modo, a pesar de que durante la noche era más peligroso realizar la recogida de caudales. Las amenazas eran mayores cuando la oscuridad conquistaba los caminos. Pero Úrsula era plenamente consciente de eso. Estaba buscando un desquite.

Lo que esperaba que ocurriese terminó finalmente ocurriendo una fría noche decorada por la luna llena. Un bandido salió a su paso en el camino y apuntó a Úrsula con su pistola. Ella reaccionó rápido, desenfundando su arma prácticamente al mismo tiempo que su oponente. “Señorita, ¿realmente ha llegado a utilizar eso alguna vez?”, preguntó el bandido con socarronería.

Úrsula bajó su arma, y una sonrisa hizo acto de aparición en el rostro del asaltante. Pero casi al momento se desvaneció, mientras observaba las extrañas ondulaciones que de repente comenzaban a formarse en la vestimenta de Úrsula. Bajo sus faldas tres cabezas asomaron, esbeltas y alargadas, seguidas de unos cuerpos compactos y musculosos que se iban revelando conforme las criaturas abandonaban su escondite entre las tupidas telas. Animales de presencia formidable, con un pelaje negro iridiscente salpicado de ocasionales marcas flamígeras cuya tonalidad se modulaba al ritmo de sus respiraciones. Sus miradas estaban ancladas en el hombre que amenazaba a su ama. El semblante del bandido se oscureció, al tiempo que empezaba a sentir cada vez más calor. El intimidante y profundo gruñido de los perros lo impelía a retroceder.

A la voz de su ama los perros, con un estallido de energía incontenible, se abalanzaron sobre su presa. El bandido disparó contra uno de ellos, sin llegar a alcanzarlo. Cuando quiso reaccionar los otros dos le habían trabado ya un brazo y una pierna con una agresividad abrasadora. Los impactos le hicieron caer. Rodaba sobre el suelo tratando de zafarse de las fieras mandíbulas que lo habían sometido, como si un fuego inextinguible lo hubiese envuelto por completo. Se revolcaba sin freno mientras llamaradas de dolor lo penetraban como hierros incandescentes. Úrsula dio otra voz y el infierno de furia que se había desatado sobre su asaltante se calmó por un instante. El bandido aprovechó el momento para huir de allí, mal que bien, con heridas de las que tardaría mucho tiempo en recuperarse.

Úrsula acarició a sus perros y continuó su camino con placidez. Flanqueada por sus guardianes, pensó que su padre hubiese estado más que satisfecho con ese sueño hecho realidad que ahora la acompañaba.

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