Nadie está a salvo, cuando la guadaña te apunta no tienes escapatoria. No apures tu copa y te apresures en marcharte como si esto no fuera contigo. Has entrado aquí y te has plantado frente a mí. Lo mínimo que puedes hacer ahora es escucharme hasta el final. Quizás no te defraude lo que tengo que contarte. Escalé las montañas de mi pensamiento hasta las viejas ideas de Platón, bajé a buscar flores a los abismos más allá de mis miedos, me bañé en playas de fuego y plata, y te dejé un día para echarme un hatillo al hombro y andar hasta que mis pies gastaron todas sus huellas sobre la arena. Entonces, y solo entonces, pude encontrar las puertas secretas a sus dominios, con un lebrel en la puerta cuyo ladrido paralizaba el corazón de los que dicen llamarse valientes.
Saqué la capa de estrellas que un día antes me prestó el Barquero, el que lleva las almas al otro lado a cambio de un óbolo, y pude escurrirme entre las sombras para llegar sano y salvo a las puertas del palacio y pegar un aldabonazo. Como era de esperar nadie contestó, salvo el lejano ladrido del guardián. Empujé la puerta echando el peso de todo mi cuerpo sobre ella y noté que cedía. Una vez dentro me encontré con un laberinto, lleno de puertas, vacío de vida. Y sentí que ni tan siquiera mi sombra parecía seguirme en esta aventura, quizás ensimismada aún en las tallas labradas de la puerta, donde un ser de un solo ojo se afanaba en golpear con un martillo una fragua dentro de un volcán para fabricar un casco dorado.
La sala estaba adornada con telares y armaduras de otras épocas, quizás de otros países, pues raramente lograba identificar algo medianamente conocido. También me fijé en que el tamaño era mucho mayor al tamaño que un humano podría tener. No me preocupaba ahora eso tanto como que el cancerbero hubiera atravesado el umbral tras de mí y estuviera olfateando mi rastro en algún lugar del palacio.
Tras subir unos escalones encontré un patio donde se proyectaba en vertical el jardín más florido que alguna vez haya visto y cuyo fin ni siquiera llegaba a intuirse más allá de las nubes. Frente a mí había una jaula llena de pájaros cuyos gorgoteos inundaban mi oído y me hacían sentir en una especie de nebulosa atemporal y agradable. Pero sabía que mi tiempo allí era limitado, y la sombra del guardián avanzaba constante. Traspasé una puerta de madera humilde y pronto me encontré en una estancia más modesta, como la casa de un artesano. Un taller de relojero donde se amontonaban mecanismos diversos y piezas en una suerte de caos en el que la entropía se había convertido en dueña y señora y había cubierto, con una densa capa, todo lo que allí permanecía dormido.
Encima de la mesa de trabajo, al lado de unos viejos anteojos, como si hubiera estado esperándome, había una bolsa de cuero llena. Me acerqué a ella y vi que estaba rebosando de arena dorada. Metí la mano y el tacto era cálido, como si estuviera expuesta al sol en un desierto lejano. Oí un crujido a mis espaldas y vi como mi sombra entraba a la habitación arrastrándose bajo el quicio de la puerta. En ese momento me di cuenta de que Él también estaba allí, encaramado a una escalera de mano junto a la ventana, barbado y observante. Cuando mi sombra llegó hasta mis pies Él apareció bajo la escalera, como un espejismo, como si nunca se hubiera movido. Agarró a mi sombra del cuello con el mango de su bastón, que sonó a rasgueo de guitarra, y a lluvia en un tejado de uralita, dejando en el ambiente olor a petricor y amapola.
Sin mover la boca habló, y sus palabras se clavaron en mi cabeza como si las hubiera lanzado con una ballesta. Escucha lo que me dijo:
– Puedes llevarte la arena, puedes quitarte el yugo que te ata a las agujas de mis relojes. Te lo has ganado, pero nunca volverás a ser el mismo y, sobre todo, nadie podrá nunca verte de la misma manera. No serás más que una sombra eterna y el descuido de un dios cobarde y displicente…
Una bruma surgió entre los huecos de la madera e inundaron la habitación de una humareda blanca y espesa. Aparecí en cama y las agujas de mi reloj se mostraron lánguidas como si nunca fueran a moverse de las seis y media. Desde ese día no encuentro mi sombra por ningún lado por más luz que me ilumine, ni siquiera soy capaz de borrar un gesto de burla que me dedica mi cara cada vez que me miro al espejo, pero siempre que echo una mano al bolsillo encuentro un puñado de arena y miro al resto del mundo, como tú, correr de un lado a otro huyendo de la guadaña que los espera en la siguiente esquina.