Puede ser que muchos apegados a la gran pantalla conozcan y adoren la maravillosa historia de Míster Hans y su compromiso nupcial con la famosa faraona de los trapecios, más conocida por el sobrenombre de Cleopatra, que se enamoró perdidamente del suculento bolsillo del descendiente directo del General Tomb Thumb o Don Santiago de los Santos. A otros sencillamente les repulsa esta película, en el gusto está el debate.
Pero he aquí que la vida real es diferente de la ficción, donde no hay presentaciones, nudos ni desenlaces, y cualquier enano, por más Tyrion Lannister que lo vuelvas no va a caer en el fatal trampantojo de una boda con decorado de circo, seis velas que crean más sombras que luz y una corte de mutilados, unos faltos de piernas, otros de brazos, algunos incluso de reducida cabeza, todos ellos emocionados y con más lágrimas en los ojos por el hecho de perder a un hermano que por ganar a una reina.
Si miramos al pasado, con los ojos del alma, pronto descubriréis la cadenciosa manera en que los pequeños domadores de gigantes se las gastan para estar en las mejores cortes de reyes, en los mejores espectáculos de Broadway y en las mejores películas por ser lo que muchos de nosotros jamás lograremos impulsar por nosotros mismos y de una forma tan visceralmente amable como ellos saben hacer. La cotidiana realidad de ser diferentes.
Mi diatriba sería hoy otra si el día que Hans se casó hubiera tomado a su esposa de la mano, la hubiera conducido a su alcoba de mullidas sábanas y hubiera amanecido a mitad de la escalada de sus inacabables piernas. Quizás si Cleopatra hubiera bebido de la copa que le ofrecieron los monstruos se habría salvado para siempre. Quizás. Pero sin ese conflicto, esa forma de mirar a lo diferente hoy aún estaríamos perdidos en un bosque de dudas sin contemplaciones, buscando la belleza detrás de cada rostro inexpresivo, de cada pájaro de mal agüero.
Una pantalla tiene tanto de flecha, de bala de largo alcance, que me inspira amor y horror a partes iguales porque marca la trayectoria de una idea, de un arquetipo desvencijado por las tablas raídas de la convención social, del aplauso diario, del ahora es y mañana no que me da miedo saber que a los adversarios a los que alcanza son ejércitos desmoronados ante sus propias circunstancias, guerreros de terracota que dejaron sus escudos llenos de barro en las puertas de sus casas después de ocho, quizás doce horas, de extenuante trabajo que los dejó agrietados hasta el exceso y sucumben ante el brillo de otros oros lejanos.
Pero volviendo a nuestro Hans encaramado a una copa de champán, a nuestra Cleopatra armando una boda de trampa y cartón, a nuestro alféizar bajo la ventana equivocada donde nos sentaremos a ver pasar la vida junto a la Madame Olga de turno que acaricia su hirsuta barba, mientras vemos bailar a la mujer ave y dando fuego al hombre tronco postrado a tu derecha, toda esa farándula de personas normales y corrientes, haciendo cosas normales y corrientes a los que llamamos amigos.
La magnífica ilustración pertenece a Amelia Navarro. Podéis seguir su obra en instagram