Nazaret

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Según las estimaciones del equipo investigador, hacía unos 522 años que nadie pisaba aquellas tierras. Ahora, él iba a romper esa prolongada sequía. Aunque según sus estimaciones, y esta vez eran propiamente suyas, sospechaba que ya había visitado aquel lugar unos 859 años antes.

Era el primer post-humano. A pesar de aparentar en torno a 50, en realidad su edad era de 1207 años. El desarrollo de la tecnología biogerontológica consiguió lo que muchos siglos atrás hubiese sido considerado un milagro: que un ser humano superarse por primera vez la barrera de los mil años. Y todavía no había señales de que su periplo vital fuese a terminar pronto.

Pero la prometedora oportunidad de la vida eterna no había llegado sin alguna que otra contrapartida. La mayor parte de su vida era un misterio incluso para él mismo. Abrumadoramente inabarcable. Impenetrable en su infinita dimensión. Había viajado, amado, odiado, aprendido y olvidado. Había sucumbido incontables veces, y otras tantas había salido triunfante de los más inimaginables desafíos. Había tenido tiempo de hacerlo todo, pero apenas recordaba ya nada. Desde hacía mucho tiempo ya solo perseguía su propia identidad. Quería hallarse. Desentrañar el sentido de una vida tan longeva.

Un instrumento guiaba su rumbo. La egoarqueología, inédita disciplina que él mismo había puesto en práctica para intentar rastrear su propia naturaleza. Le acompañaba un diverso grupo de investigadores, entre los que se encontraban historiadores, sociólogos, antropólogos, o psicólogos. Todos ellos profundamente interesados en el estudio de la inmortalidad.

La geografía concreta a la que había arribado era la de una antigua ciudad en la cual varios milenios atrás (más de los que él había vivido) había transcurrido la breve y secreta vida de un hombre. Un profeta. Alguien cuya esencia había influido a la humanidad entera durante decenas de siglos, pese a que la mayor parte de su vida había sido un completo enigma.

La posibilidad de una caprichosa simetría lo esperanzaba. Si una vida corta y modesta había podido tener una repercusión significativa para tantos. ¿Podría una vida dilatada y fastuosa tener el mismo efecto para una única persona? ¿Para el propio dueño de esa vida? Si eso podía suceder, con arreglo a una hipótesis egoarqueológica, debía producirse en aquellas precisas coordenadas geográficas, pues las temporales eran completamente disímiles.

Descubrió, sin embargo, que nada quedaba ya de aquella ciudad. Su séquito de sabios concluyó que una guerra entre antiguas civilizaciones había arrasado por completo, no solo la propia ciudad, si no el territorio entero de aquel viejo país y también el que había pertenecido sus naciones vecinas. El profeta había predicado amor  y paz. Pero, por lo visto, con eso no había bastado. Aquella guerra quizá había sido muy importante siglos atrás, pero ahora la Naturaleza había conquistado cualquier vestigio de pretenciosidad pasada;  y un nuevo escenario, limpio y puro, había surgido. Pensó que el tiempo era el arma más poderosa que existía. De forma lenta pero implacable, termina por aniquilar la impronta de lo que quiera que trate de interponerse en su sigiloso discurrir.

Y sin embargo, más de mil años después, él todavía estaba allí. ¿Era quizá la excepción a la regla? ¿La prueba viviente de que quizá el tiempo podía ser derrotado? Se adentró en el paisaje y se sintió ajeno, en completa antítesis con ese entorno insólito, renacido de cenizas primitivas. Extraviado en un universo con el que ya no se entendía, se preguntaba si el tiempo, al igual que había hecho con aquel espacio, había moldeado su propia esencia en un bucle infinito hasta provocar la mutación de cualquier distintiva singularidad que en algún momento hubiese existido. Comprendió que no encontraría nada allí, ni en ningún otro lugar. Ni siquiera a él le estaba permitido alcanzar lo inexistente.

Una vez más, el tiempo había vencido.

 

La ilustración es de Gabriel Barbabianca, a quien podéis seguir en Facebook, Instagram, DeviantArt, o Tumblr.

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