Allí estábamos. Más de diez mil niños de entre doce y quince años. Los mayores liderábamos la avanzadilla hacia los muros de hormigón. Quedaba poco para conseguir rodear todo el perímetro de la refinería y los guardias de seguridad habían empezado a disparar a discreción. Seguíamos caminando como si no pasara nada. Nos daba igual. Mientras más niños cayéramos bajo las balas más repercusión mediática tendría la noticia.
Rodeados de humo, del ruido de los proyectiles silbando sobre nuestras cabezas y las alarmas que sonaban por todo el perímetro del edificio, continuamos acercándonos a los muros de hormigón y comenzamos a trepar por los tubos de acero. Los más atrevidos habíamos conseguido llegar a la primera barrera de policías y luchado por quitarle sus pistolas. Solo queríamos intimidar, no pretendíamos usarlas. Pero ellos no lo sabían. Solo veían unos niños salvajes abalanzándose sobre ellos.
No se esperaban esto. Nadie se esperaba esto. Que todos los preadolescentes de una ciudad se hubieran escapado de sus colegios y se hubieran reunido frente a la refinería para echarla abajo era algo que no tenía pies ni cabeza para una mente adulta. Nos subestimaron. Somos nativos digitales, somos impredecibles y, sobre todo, no tenemos miedo.
¿Por qué preparamos el ataque? Porque se lo merecen, porque estábamos hartos de ver como gestionaban malsanamente un planeta que ya no se mantiene por sí mismo. Un planeta que ya no puede recuperarse de sus heridas. Los gobiernos hablan de la salvación del planeta pero se arrodillan ante la alfombra verde del dinero. ¿Y qué os queda a la población? Padecer el frío sueño de los poderosos mientras la piel se os resquebraja del calor y la inmundicia de mantener las vigas de sus imperios.
Nosotros somos su última esperanza. La generación pérdida que no tiene otra cosa que hacer que luchar. Vinimos al mundo reprogramados para aniquilar todo vestigio de evolución malsana. Bajo esta fachada de jovencitos imberbes se esconden auténticos destructores, porque eso es lo que genéticamente habéis creado. El único problema es que os ha salido mal el plan y nos hemos rebelado contra vosotros. Desde pequeños hemos sufrido vuestras quemaduras y respirado el veneno que nos habéis dejado.
Ahora, mientras os echáis las manos a la cabeza, no busquéis explicaciones. No vamos a detenernos. Vamos a derretir vuestra sangre con el sudor de la nuestra. Yo no soy tu hijo, ni hijo de tu Dios. Soy el mensajero de la paz, el hijo de Gaia, que trae un edicto para que lo entendáis antes de que se funda el oro en vuestros bolsillos y os haga quemaduras de primer grado. Este mundo ya no os pertenece. Ahora los guardianes de la Vida, si es que vosotros consideráis vida arrastrarse sobre pantanos de asfalto, os desheredan para siempre.
Vamos a destrozar este edificio, y luego otro, y otro hasta que arda todo el rastro que habéis dejado en este mundo. Portaremos al fin la bandera del triunfo manchada con los restos de alquitrán de todas aquellas generaciones que tragaron el polvo de vuestra avaricia.
Sí, vamos a hacer la guerra, pero solo para poder bailar la danza de la alegría sobre los restos de vuestros palacios enterrados en la arena y que al nacer un nuevo día lo único que quede de vuestro recuerdo sean las cenizas de una hoguera mientras los hijos de la naturaleza seguimos bailando, riendo, besándonos hasta la eternidad.
La ilustración forma parte del proyecto «modern blood» de Zarva Barroso