Cuando Iván se encontró con aquel erizo en el sendero del bosque, tuvo la intuición de que algo no encajaba como se supone que debería. La percepción que Iván tenía del mundo había empezado a cambiar desde hacía algún tiempo. Se sentía cada vez más desconcertado, aunque si alguien le preguntase no sabría decir por qué. Los frecuentes paseos que daba en solitario por el bosque le proporcionaban sosiego. La naturaleza era como un refugio ante la rigidez de los asuntos cotidianos. A veces encontraba alivio experimentando la sensación de que ahí afuera había una vida desconocida, que escapaba a la mirada superficial de las personas, a menudo demasiado distraída como para apreciar lo extraordinario. Una flora y una fauna cuya existencia transcurría ajena a cualquier problemática, creciendo bella y libre.
Y el imprevisible hallazgo de aquel peculiar erizo reforzaba ese pálpito. Para empezar, los erizos son en esencia animales nocturnos. Por tanto, era muy improbable encontrarse con uno a plena luz del día. Además, cuando Iván se acercó al animal, éste no hizo absolutamente nada por evitarlo. Iván esperaba que ante una presencia amenazadora como la suya, el pequeño mamífero se hubiese enrollado en una bola de púas, o que simplemente hubiese huido a ocultarse entre la espesa maleza, más allá del margen del camino. Pero nada de eso ocurrió. Iván levantó el erizo del suelo y éste se mantuvo completamente inmóvil.
Tuvo la impresión de que, de alguna inexplicable manera, ese animal y él tenían algo en común. Así que decidió llevárselo a casa, lo acomodó en una caja de zapatos, y lo escondió debajo de su cama. Cada día, en el camino de vuelta desde el colegio, Iván recogía algún insecto y lo dejaba en la caja del erizo, para que se alimentase. Pero el apático animal no comía ninguno de esos bichos. Una vez vio como un pequeño escarabajo empezaba a trepar por el hocico del erizo mientras éste permanecía impasible. Iván se preguntaba si estaría enfermo. Pensó que quizá lo mejor era llevarlo a un lugar apartado del bosque. Probablemente en su hábitat natural encontrase la manera de prosperar por su cuenta.
Al día siguiente, Iván se llevó la caja con el erizo a uno de sus habituales paseos por el bosque. Caminó durante un buen rato hasta que encontró un lugar que le pareció apropiado. Pero cuando abrió la caja descubrió que el pobre animal había fallecido. Iván sintió una profunda tristeza. Cavó una pequeña tumba y lo enterró allí mismo. Volvió a casa deprimido. Esa noche se acostó pensando que no entendía nada.
Por alguna razón, sus expectativas siempre se veían defraudadas con lo que la realidad le brindaba. Una vez le confesó a su madre que quería abandonar el equipo de fútbol infantil. Sentía que sus compañeros de equipo estaban cortados por un mismo patrón, y él no encajaba en absoluto. No era que le cayesen mal, pero se sentía un extraño entre ellos. A su madre le decía que le aburría jugar fútbol.
En el colegio no todas las asignaturas satisfacían su curiosidad. Las clases de anatomía, por ejemplo, eran decepcionantes. Las escuetas explicaciones del profesor no saciaban su sed de conocimiento. Se sentía más satisfecho cuando acompañaba a su madre o a su tía de compras. Le fascinaba entrar con ellas en los probadores. Observaba muy de cerca su ritual de probaturas, elecciones y descartes, y se sorprendía de lo diferentes que eran sus prendas a las que él tenía que usar.
Sí le gustaban las clases de artes plásticas, sin embargo. Le brindaban la posibilidad de expresarse de una forma que no era capaz de encontrar en ningún otro ámbito. En una ocasión le pusieron la tarea de dibujar a su familia. Iván dibujó dos siluetas femeninas. Cuando le preguntaron quiénes eran esas figuras y por qué él no aparecía en el dibujo, Iván respondió que eran su madre y su tía en un día de compras, y que él se había quedado en casa. Pero esa no era la verdad.
Un día raro, de esos en los que deseaba estar en otro tiempo u en otro lugar, Iván volvió al bosque. Deambuló hasta terminar en el mismo lugar en el que había enterrado a aquel atípico erizo. Allí descubrió un llamativo ramillete de flores de inéditas formas y colores. La planta había nacido exactamente en la sepultura que él había hecho para el erizo. Un pequeño escarabajo había empezado a trepar por uno de los tallos.
Entonces lo comprendió. Comprendió que aquel erizo no había estado enfermo. Comprendió que aquella planta era el erizo. O que, en realidad, siempre había sido una planta y nunca un erizo. Ahora y entonces, era y había sido lo mismo. Y supo que eso también tenía que ser lo que a ella misma le ocurría. Porque sentía que también él era ella. En el vestuario del equipo de fútbol había sido ella; rodeada de chicos, siempre había sido ella. En los probadores de las tiendas había sido ella. Y la silueta que había dibujado junto a su madre en la tarea de artes plásticas era ella y ninguna otra persona. Ella misma. Y esa era la verdad.
Volvió a casa feliz. Esa noche se acostó con una perspectiva completamente nueva. Y pensó que, en adelante, iba a necesitar un nuevo nombre.
La ilustración es de Laura Merens, a quien podéis seguir en Domestika, o Instagram.