Una pase mágico, con mi mano hago un pase de magia, muevo los dedos como si no pertenecieran a mi mano, como si fueran el resultado de lanzar al aire un puñado de arena, y me basta para que una paloma blanca surja entre mis dedos, y tus ojos, que sospechan del hallazgo, busquen la grieta por la que una paloma pudiera salir de mis manos, que ya juegan a otro juego y hacen brotar cartas de las yemas de mis dedos, mis dedos que eligen el lóbulo de tu oreja y se lanzan a su búsqueda como guadañas de miedo, como una frase desnuda, y el miedo de tu lóbulo responde a la caricia de mis yemas, con tan absoluta libertad y gracia que regala a mis dedos una moneda de plata.
Y un suspiro de tu boca, que deja ir un pensamiento de astucia, y la sospecha de tus ojos, cansados de no ver el truco, deseosos de encontrar ese bolsillo donde guardo el oro, segura de que mis manos se equivocan o se equivoca la plata, ahora que mis ojos ven tu boca y tu boca piensa en rosas y rosas crecen en mis manos que sobre tus manos blancas, por un azar del destino, pinchan a la paloma, también blanca, que se sumerge en un estado de sueño hipnótico.
Tomas la paloma entre tus manos. Tus ojos, aún de niña, se humedecen por la pena. No te culpo. Me miras de cerca, los ojos húmedos, la mandíbula crispada por la presencia de la muerte entre tus manos. Se forma un pequeño vórtice sobre tu cabeza, de nubes de tormenta y gotas de agua. No es magia todo lo que reluce, pero miras a la paloma, la lloras, la abrazas y la dejas de ir. Dejas ir a la paloma como se deja ir a un amor que te duele, a ese vórtice en ninguna parte más que sobre tu cabeza, donde siempre es de noche, donde la frente arde, donde las ideas brotan. Una burbuja de vacío hace flotar el cuerpo rígido y frío de la paloma, abres tus manos y ves que el cuerpo flota, y se eleva, rodeado por las finas lágrimas, cristalizando de emoción, y ascienden hacia el cielo de nubes que se encuentran en algún lugar entre tus ojos y la pérdida de la inocencia.
Chasqueo la yema de mis dedos y hago aparecer un pañuelo, rojo, como la sangre, lo coloco sobre el cadáver a modo de mortaja. Miro a tus ojos, respiro hondo, repaso mi mano por las sienes, agarro el sombrero, te lo enseño, lo coloco bajo el pañuelo, pero lejos, bastante lejos. Acerco mi boca al pañuelo y soplo como si fuera un diente de león. El pañuelo, rojo, empieza a tomar consistencia de burbuja. Lento, muy lento. Mis manos buscan tus manos, las acercó al pañuelo y dejo que lo quites con un movimiento seco.
Me vuelvo a colocar el sombrero, mientras la burbuja explota y se instala en el aire un resto de plumas y silencio. No queda ya nada de aquella inocencia varada, de aquella paloma herida, solo una profunda tristeza por dejar marchar algo, como a un buen amigo o a un padre.
Y hago un pase mágico, con mis manos hago un pase de magia, muevo los dedos como si no fueran mi mano, como si fueran el resultado de lanzar un puñado de arena al aire, y me basta para hacer que una paloma blanca surja de mis manos.
La ilustración pertenece a las mágicas manos de Daniel Parra Lozano