La línea 5 del metro es la más concurrida de la ciudad a estas horas. Cada mañana desde hace once meses entro por la primera puerta del segundo vagón, ocupo el asiento que se encuentra a la izquierda de la puerta y observo. Algunos de mis compañeros de viaje se repiten día tras día, nos conocemos ya, aunque jamás hemos hablado unos con otros.
Hoy jueves parece que están todos. El hombre largo se monta en la misma parada que yo y hace trasbordo en la siguiente. Alto, delgado, calvo y con las orejas acabadas en punta, sería la viva imagen de Nosferatu si no fuera porque lleva una eterna sonrisa en su rostro como si estuviera siempre recordando un buen chiste. El del gimnasio, vestido con pantalón corto, camiseta ancha de tirantes y bolsa de deportes en la mano no deja dudas sobre su destino. Aún no sé dónde coge el metro ni en qué parada baja. Jamás se sienta y pasa todo el viaje mirando con poco disimulo a toda niña, chica o mujer presente en el vagón.
La chica de las gafas recorre cuatro paradas sentada enfrente de mí con un libro en las manos que nunca abre. Su pinta de bibliotecaria, con falda larga, zapatos de monja y pelo recogido, hace que no destaque ni allí ni en ninguna parte. Aún no sé cuál es el color de sus ojos pues nunca ha levantado su mirada del suelo. Sin embargo resulta curioso verla sentada, como un pajarillo asustado, con las rodillas muy juntas y el libro apretado contra el pecho. La señora con el niño pasa todo el viaje mostrando orgullosa a un chiquillo de escasos meses, feo, llorón y molesto. Cada llanto, balbuceo o movimiento de la criatura da como resultado que su madre levante la cabeza para ver si a alguien más de los presentes se le cae la baba como a ella.
Ninguno de ellos sabe que cada vez que el metro pasa por un túnel yo, desde mi asiento a la izquierda de la puerta, veo sus almas reflejadas en las ventanas.
Un reflejo y el hombre largo parece más una larva de algún inmundo insecto que un ser humano. Psicópata. Sus ojos sin brillo miran al vacío, sus manos siempre apretadas podrían contener de uno a mil dedos huesudos y entre sus piernas un trozo de carne desgarrado cuelga completamente seco.
El del gimnasio muestra en el espejo vicios y bravuconería. Matón del tres al cuarto. Su perfil se pierde en una masa repugnante de llagas y rezumos, de heridas abiertas y hongos de color negro. Su lengua, amarilla y purulenta juega lasciva con sus dientes deformes y mal colocados al paso de las mujeres.
La señora con el niño es la envidia y la miseria. Enjuta y consumida por bulos y difamaciones muestra en su rostro la mueca permanente de asco de un ave carroñera. En la comisura de sus labios esa sustancia parda reseca de quien vomita al hablar. Su niño, sin alma, parece un muñeco de trapo.
En su asiento frente a mí la chica de las gafas no cambia de aspecto. Tímida y encogida sigue mirando ese trozo de suelo que las piernas de los viajeros dejan a la vista. Es el único ser puro e inocente de este vagón.
Es posible que ella, como yo, pueda ver el interior y el horror de los que le rodean… y quizás por eso nunca me ha mirado.
La imagen que ilustra este relato es obra de sowieski.