De las enseñanzas del Ramayana, texto escrito en sánscrito, se deduce que cierto día Rávana, el de las diez cabezas, visitó el bosque donde vivía en exilio el rey Rama con su bella esposa Sita. Por más que el dios pidió a Rama que le presentara a su compañera, este se negó tajantemente a mostrársela.
Rávena, contrariado, habló con el dios Maricha que al instante se transformó en un cuadrúpedo de piel dorada y fue a buscar a Sita que quedó hipnotizada al instante ante la presencia del sagrado animal. Se aferró a su cuello y saltando sobre su grupa inició una carrera desmedida hacia lo más profundo del bosque, a pesar de las advertencias de Rama.
Tras varias horas de alocada carrera, empezaron a caer los primeros copos de nieve que borraron las huellas de Maricha. Ya era prácticamente imposible que Rama ni Lashmaka, su hermano, fueran capaces de alcanzar a Maricha antes de que los últimos rayos de sol lamieran el horizonte. Una vez atravesado el río Sarasvati le proporcionaría una ventaja casi definitiva perdiendo su rastro entre el agua y la nieve.
Maricha subió, con Sita en su lomo, hasta la montaña más alta donde lo esperaba el barbado Rávena que miraba como su premio bajaba de su montura con los ojos ya nublados por el cansancio de la huida y el entendimiento cercenado por el fértil control de su mente. Si solo había de ser juzgado por aquel rapto ante los ojos de Zurvan, el primigenio, Rávena estaba en pleno derecho de cortejar a esa humana que lo miraba con una dulzura ante la que ni un dios podría resistirse, abrazada aún al dorado cuello del dios animal con una mezcla de prudencia y fascinación y con la blanca piel aterida por el incipiente frío que se avecinaba.
El manto de la negra Kali había cubierto por completo el cielo y en algún lugar, entre las rocas de las montañas, Sita descansaba ya en los brazos de Rávena, bebiendo soma y rojeando su pelo ante la hoguera con los labios hinchados como la fruta madura y los ojos brillantes por la fiebre del deseo. La nieve dejó de caer y se fundió con los inmarcesibles tallos de las plantas que florecían a ojos vista ante los dos amantes formando una alfombra de flores que se iba despegando del suelo y subía hasta las nubes alejándose definitivamente del bosque de Dandaka.
Sita, embotada por el sueño y la pasión, solicitaba al dios decacéfalo:
– ¡Rávena, rey de los raksasas, mitad asura y mitad brahmán! He esperado largos años entre los humanos deseando el día en que alguien como tú se fijara en mis delicados atributos y me elevara hasta su reino para compartir con él la inmortalidad. Ahora que estas junto a mí ¿Podrás decirme por qué nunca he encontrado el camino de la ciudad eterna?
– Mi querida Sita, flor de mi deseo, mujer entre mujeres. Los humanos pasáis años buscando el secreto de la inmortalidad escalando montañas, sumergiéndoos en océanos y batallando entre vosotros sin daros cuenta que la única forma de hallar ese camino es buscando, en la más absoluta oscuridad, en un recóndito lugar de vuestro corazón donde los dioses os lo escondimos.
Y diciendo esto, Rávena hundió la mano de Sita en su pecho, extrayendo de él un extraño cristal esmerilado que lanzó al fuego produciendo una explosión de mil colores que rápidamente la envolvieron en un haz de luz dorada mientras en el horizonte el sol despertaba con un viejo amanecer.
El autor de la ilustración es Ismael Pinteño