El código de las siete virtudes

2010-07-28_katana_girl-david_revoy

Desde los albores del Japón feudal, la clase guerrera, los bushi, habían ido desempeñando un papel cada vez más relevante. Al tiempo que intervenían en las batallas que configuraban el mapa de poder en el país, fueron dando forma a un conjunto de preceptos que con el paso de los siglos acabaría por conformar su particular código de conducta. Los principios que promulga este antiguo ideario aspiran a instruir a los guerreros para que se desenvuelvan con dignidad y nobleza en el ejercicio de su actividad. Justicia, coraje, compasión, respeto, honor, honestidad y lealtad. Siete son las virtudes que el código establece como los valores inquebrantables que deben guiar el camino del guerrero. Pero no siempre había sido así. Desde la ya lejana proclamación del shogunato Kamakura no era extraña la existencia de bushi a los que solo preocupaban la fama y la fortuna, capaces de hacer lo que fuese necesario con tal de alcanzar sus objetivos. Otros, sin embargo, influenciados por doctrinas como el sintoísmo o la filosofía budista, trataron de seguir un código que aportase significado a la vida del guerrero. A este segundo grupo perteneció Yamamoto Tsunetomo.

Tsunetomo era un bushi que durante el período Edo servía a su señor, Nabeshima Mitsushige, en la provincia de Hizen. Cuando no estaba librando batallas en nombre de su amo, el bushi Tsunetomo pasaba sus días junto al clan Nabeshima en el castillo de Saga. Y fue durante una de sus frecuentes estancias en el castillo cuando vivió un suceso que permanecería en su recuerdo hasta el final de su vida. Tsunetomo paseaba por los jardines con ánimo meditabundo cuando llevaron ante él a una mujer maniatada que había sido descubierta robando en las dependencias del castillo. La prisionera parecía muy joven, pero habían sido necesarios cinco guardas para reducirla; tres de los cuales habían resultado malheridos. A la joven le habían requisado una espada y un saco de tela. Tsunetomo extendió el brazo y uno de los guardas le entregó el saco. Creyó que encontraría allí un botín de valiosas alhajas, pero un vistazo al interior desbarató por completo sus expectativas. En el saco solo había unos manojos de hierbas. El ruido de un violento forcejeo reclamó la atención de Tsunetomo, que levantó la vista a tiempo de presenciar cómo la joven se zafaba hábilmente de sus escoltas, recuperaba su espada y dejaba fuera de combate a los dos únicos guardas que quedaban ilesos. La impetuosa ladrona estaba decidida a recuperar su modesto botín y Tsunetomo era el último obstáculo. Armada con su espada, se situó frente al bushi y lo desafió a combatir.

Tsunetomo no comprendía por qué alguien estaba dispuesto a batirse en duelo por una recompensa tan mísera. Pero la lealtad que profesaba a su señor le obligaba a defender el honor del clan incluso ante amenazas tan insignificantes como la que representaba aquella mujer. De modo que, aunque la osadía de aquella joven rebasaba con creces la frontera de la ofensa, Tsunetomo aceptó el desafío y actuó con el respeto que sus costumbres le imponían. Desenvainó su espada con gesto ceremonioso, se presentó como vasallo de Nabeshima Mitsushige y adoptó la posición de guardia. La muchacha cargó con rabia. Tsunetomo realizó un ágil movimiento para detener el filo que se cernía sobre él. Observó que su atrevida rival no era neófita en el arte de la espada, pero una cosa era deshacerse de los guardas del castillo, y otra muy distinta enfrentarse al bushi predilecto del soberano feudal. Tsunetomo la desarmó valiéndose de una finta y la mujer dio con sus rodillas en el suelo. El combate había terminado y la intrusa, derrotada, estaba a merced del bushi.

Tsunetomo era consciente de que debía dar muerte a su oponente. Sin embargo, la extrañeza que le había despertado el comportamiento de aquella mujer hizo que retrasase el momento de la ejecución. Aprovechando ese instante de duda, la joven sacó una daga que llevaba oculta y se la clavó en el abdomen. Su cuerpo se venció hacia un lado y murió desangrada. El suicidio ritual era una manera honorable de morir. Pero era algo que estaba reservado únicamente a los guerreros. Ese último acto de la joven sumió a Tsunetomo en el desconcierto. ¿Qué motivos le habían llevado a actuar con tanta desesperación? ¿Y por qué había sentido que su fracaso era tan irreversible como para recurrir al ritual de suicidio, tal como habría hecho un guerrero, como único acto de reparación?

Tsunetomo recibió al día siguiente la visita de una anciana con el rostro erosionado por las lágrimas. Venía de una aldea que se encontraba a media jornada de camino. Reclamaba el cuerpo de su hija. Él le cedió un caballo para que pudiese transportar el cuerpo, y dijo que iría a recuperarlo al día siguiente. Cuando un bushi dice que hará algo, es como si ya estuviese hecho. Hablar y hacer son la misma acción para un guerrero honesto. Pero Tsunetomo no viajó a la aldea únicamente para recuperar un caballo, sino también con la intención de obtener respuestas. Allí descubrió un poblado de campesinos asentado en tierras estériles, azotado por la hambruna, las plagas y los impuestos exigidos desde el castillo. Una madre inconsolable que ya no tenía hija. Un padre moribundo, antiguo bushi convertido en ronin, sin amo a quien servir, obligado a trabajar como campesino para mantener a su familia. No solo le había ensañado a su hija las nociones básicas de la lucha con espada, sino también el significado del coraje. Un coraje que ella había utilizado para irrumpir en el herbolario privado del castillo y hacerse con aquellas plantas medicinales que podían haber sanado a su padre.

Tsunetomo regresó al castillo esa tarde reflexionando sobre la idea de justicia. Años después, tras el deceso de su señor Nabeshima, un Tsunetomo ya anciano se retiró al monasterio de Kurotsuchibaru y se ordenó monje. En el nuevo tiempo que el país encaraba ya no había sitio para los guerreros de antaño. La última etapa de su vida la pasó recopilando sus reflexiones y su saber. Reunió un compendio en el que se ensalzan las siete virtudes esenciales que deben regir el comportamiento del bushi. Un legado con el que inspirar a las generaciones venideras.

 

La ilustración es de David Revoy, a quien podéis seguir en su página web, o en YouTube.

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