La soledad del mago

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En fin, aquí estoy, tras cuatro días de diluvio, solo en esta charca infestada de mosquitos. Siempre había oído que las cucarachas eran los únicos seres vivos capaces de sobrevivir a una explosión nuclear, pero hasta ahora poco sabía sobre diluvios.

Todo empezó (y prácticamente terminó) la semana pasada. Era la víspera del último examen del curso y estábamos todos cagados. Otra vez La Iguana se sentaría delante de nosotros durante tres horas, clavando sus ojos muertos en todas direcciones. Pobre de ti si se te ocurría mirar hacia otro lugar que no fuera el examen. Incluso dirigiendo la vista a la pizarra te encontrabas con sus ojos de basilisco preparados para hacer que desearas morir. Y casi todos habíamos pasado ya por aquel infierno dos o tres veces. Para mí sería ya la cuarta. Estaba a un paso de tener que dejar la facultad y marcharme al campo a plantar coles por culpa de aquella bruja y no pensaba consentirlo. Tenía la sensación de llevar allí desde la pubertad, así que me armé de valor y abandoné la biblioteca. Mientras salía mis amigos me miraban  entre el terror y la sorpresa, como si acabara de prenderme fuego, pero me sentó de maravilla estirar las piernas.

Unas gotas empezaron a caer mientras me acercaba al coche y recordé aquella mañana en que se había inundado la facultad. Una ola inmensa había descendido por el hueco del ascensor y la cafetería había quedado anegada. Habían suspendido las clases dos días. «Eran risas que pasara eso mañana», pensé. Claro que eran risas, pero no era muy probable que pasara dos veces en el mismo curso.

No recordaba nada del camino de vuelta a casa. No sabía ni cómo había sido capaz de conducir. La cabeza me daba vueltas a una idea absurda, más absurda que cuando había intentado que mi hermana se convirtiera en un niño cosiéndole una salchicha a las bragas, más que cuando había intentado ver Eurovisión. Pero podía funcionar.

Entré en casa y fui directo a mi habitación. Bajé el Quimicefa y el Magia Borrás del altillo del armario. Estaban debajo de unas revistas guarras, y encima de más revistas guarras, pero parecían en buen estado. Llevaba horas buscando en Internet cuando creí dar con la solución. Salí sin hacer ruido, para no despertar a nadie, y bajé a la calle. Recorrí la ciudad desierta bajo la lluvia. No había dejado de llover y el agua bajaba en grandes ríos por las aceras. Llegué a la calle del Cruce pasadas las cinco. Me pareció que era la hora perfecta para llevar a cabo mi plan. Me quedé de pie en medio de la acera, tomé aire y grité con todo lo que me dieron mis pulmones. Lancé un grito tras otro como nunca había hecho, con los que hubiera hecho temblar los cimientos del cielo. Pronto empezaron a subirse las persianas, a iluminarse las ventanas. Me escondí en un portal, pero no dejé de gritar. Seguí haciéndolo durante varios minutos, hasta que vi llegar al coche de policía. Conseguí escabullirme sin que me vieran, lanzando un último alarido de despedida.

El día siguiente llegué al examen después de dormir dos horas. Entré en la clase, dejé la mochila junto al la mesa de La Iguana y me senté en primera fila, con la sonrisa de quien sabe que ha cumplido con su trabajo. Mis amigos me miraban extrañados, probablemente convencidos de que estaba colocado. La Iguana llegó poco después, con la cara desencajada y las ojeras hasta el cuello. Me pasé la mitad del examen mirándola, viendo cómo luchaba inútilmente por permanecer despierta. De vez en cuando arqueaba las cejas abriendo los ojos de forma exagerada, pero pronto volvía a cabecear.

Dejó de llover esta noche, cuando salieron las notas del examen. Cinco cero cinco. El aprobado más dulce mi vida. Pero nada comparable a ver asomar la cabeza de La Iguana por la ventana de su piso, con cara de sueño, buscando al loco que gritaba en la calle. Y no se ocurrió mejor forma de celebrarlo que ésta, bañándome en las aguas del diluvio que cambió mi suerte en la mejor noche de mi vida.

El arte es de Jessica Cidrás

y podéis encontrar más de sus trabajos en: https://www.behance.net/jessicacidras

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