Peces en seco

A Basket of Clams by Winslow Homer

More:

Original public domain image from The MET

Esta historia comienza con un tsunami y termina con una gota de nostalgia mojando el desierto de la memoria. Yo ni siquiera sabía lo que era un tsunami cuando, desde la puerta de nuestra casa en la viguesa ribera del Berbés, contemplé asombrado cómo las aguas de la orilla se retiraban de improviso, dejando barcas y lanchas revolcadas sobre el lecho como hojas de roble en un suelo de otoño. Eché una carrera porque había visto que unos cuantos peces habían quedado varados en la arena, retorciéndose, luchando en vano por encontrar la desvanecida agua. Quería socorrerlos. Pero mi abuelo, que era pescador, vino detrás para agarrarme del cuello y llevarme de vuelta a la orilla. Yo pataleaba e intentaba zafarme en balde.

—Te mueves como un pez en seco —dijo mi abuelo.

Me sacó de allí y al poco rato vimos como las aguas regresaban con fuerza y lanzaba unas barcas contra otras y llegaba hasta la misma puerta de nuestra casa. Tuvimos que cerrar a toda prisa para que no entrase y nos apagase el fuego del hogar. 

Las noticias de los días siguientes hablaban de un volcán que había estallado en la otra punta del planeta: el Krakatoa. La onda expansiva fue de tal magnitud que había provocado un tsunami que recorrió medio mundo hasta llegar, ya débil y para morir, a la playa que hay frente a nuestra casa en el barrio del Berbés.

Era el mes de agosto de 1883, y mi mente infantil volaba de un lugar a otro del planeta evocando imágenes de catástrofes irreparables. Mi pensamiento siempre se detenía en un lugar del que provenían miedos indomables: América. Allí estaba mi padre, emigrado. Aunque la realidad era que de mi padre no sabíamos nada desde que partiera del puerto de Vigo un año atrás, y nunca llegamos a saber qué fue de él. Mi mente fabulaba con aquel tsunami, inventaba que había asolado varias zonas del planeta, entre ellas América. Era una fantasía macabra, pero que al menos servía para explicar la indigerible ausencia de noticias de mi padre.

Los estragos que había provocado el tsunami en nuestra playa, aunque escasos, sirvieron para que las reclamaciones de la gente del mar se intensificasen. Por aquel entonces, el pescado todavía se descargaba desde la playa. La orilla estaba completamente expuesta, sin sumideros, y el hedor era insufrible. No se entendía aquel estado de abandono a pesar de todos los tributos con los que se gravaba la pesca. Llegó un momento en que se atendieron estas reclamaciones, pero se hizo de rogar. Casi diez años después del Krakatoa. Se construyó un pequeño muelle y un muro de ribera desde donde bajaba una rampa para facilitar las descargas. La espuma salada del mar no volvió a lamer nunca más la puerta de nuestra casa. La mejora de las infraestructuras trajo días provechosos para los pescadores. Pero mi abuelo ya no llegó a vivir esos buenos tiempos para la pesca. Cambiaba el rostro del Berbés, pero también cambiaba el rostro de mi abuelo. Él siempre había sonreído cuando las cosas pintaban mal, pero cuando comenzó a haber cierta bonanza la salud le falló. No pudo seguir saliendo al mar. Eso terminó por borrarle la sonrisa: esa hilera de dientes asomando entre los labios, desaliñados, enlamados, pero que siempre me habían contagiado la energía refrescante de una brisa marina de verano.

A mí esa época me cogió con plenitud de fuerzas. Había comenzado a trabajar en una fábrica de conservas. Mi tarea consistía en comprobar la cantidad de relleno que iba en cada lata. Era algo que estaba calibrado, pero de vez en cuando salía alguna lata excesivamente rebosante que debía corregir. Durante las noches de esa época, intentaba vencer el sueño imaginando el viaje de las latas: me figuraba un cargamento a bordo de un vapor, que tras una travesía transatlántica se descargaba en un puerto lejano y se repartía entre los diferentes comercios de toda una ciudad. Imaginaba que cada una de esas pequeñas latas era comprada por tantas personas que incluso me costaba imaginar todos sus rostros, y, de entre todas las latas, la que yo había dejado con el relleno extra era comprada por un hombre débil, de rostro exhausto y con una mirada en la que se adivinaba una morriña inconsolable. Ese hombre difuminado era mi padre, que recibía un regalo sorpresa preparado por su propio hijo desde miles de kilómetros de distancia. Al final, el sueño me vencía y la escena quedaba flotando en el inalcanzable universo de lo ficticio.

Cuando, bien entrados en el nuevo siglo, comenzaron las obras de relleno en la ribera del Berbés, a mi abuelo ya le costaba andar. Yo solía hacerle compañía en los atardeceres, paseando lento por esos nuevos terrenos ganados al mar. Una vez, al contemplarlo allí clavado, como empapado de una apatía profunda y lastimera, le dije:

—Te mueves como un pez en seco, abuelo.

Yo no sabía que mi abuelo fallecería al día siguiente. Al escucharme, se espabiló con un espasmo. Miró hacia abajo, y debió figurarse un salto atrás en el tiempo: el suelo se desvanecía y pisábamos de nuevo el lecho arenoso de la antigua ribera del Berbés. Y debió verse de nuevo descargando el pescado playa arriba, primero con gesto fatigado, pero después dejándose contagiar de alegría porque aparecía yo con mis cinco años corriendo por la arena para abrazarlo y entonces dejaba el pescado a un lado y me subía a hombros. Y debió recordar también el día aquel en que las mareas se volvieron locas por la explosión de un volcán remoto, y tuvo que sacarme por la fuerza del hueco que había dejado el mar, mientras yo me retorcía como hace un pez en seco. Debió pensar todo eso y sonrió. Por última vez, mi abuelo sonrió.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.