
El distrito de Gorbals se había levantado para dar cobijo a gente pobre, y se había hecho sin ninguna intención de disimulo. Las viviendas se construyeron rápido y mal, a mediados del siglo XIX, para albergar a la gran masa de trabajadores que por aquel entonces llegaba a Glasgow. Muchos venían de Irlanda. El resto eran simplemente familias escocesas, como la mía, que habían llegado a la ciudad buscando trabajo.
El alojamiento en Gorbals era barato, sí. Pero no era ninguna ganga. Los ocho miembros de mi familia compartíamos la misma habitación. Había un cuarto de baño para cada cuatro familias, y un grifo de agua para cada seis. La mayoría de los edificios amenazaban con venirse abajo. Pero aquello era lo único que nos podíamos permitir.
Había muchos niños en el barrio, aunque casi nadie iba al colegio. Intentábamos buscar algún trabajo, cualquiera que fuese y cualquiera que fuesen las condiciones. Solo había una certeza. El trabajo tenía que ser fuera del barrio. Los únicos negocios en los que se podía trabajar en Gorbals eran o bien en algún pub, o bien de enterrador. Los pubs ayudaban, a su manera, a sobrellevar la triste vida en los Gorbals. Y esa manera consistía en beber cerveza, claro. Así que había bastantes pubs y bastante llenos, porque el tipo de clientela con esa necesidad específica era abundante en aquel barrio. Lo que pasa con el alcohol es que, además de anestesiarte la pesadumbre, también te va matando poco a poco. Y cuando a cualquiera de nuestros vecinos le llegaba la hora, tras años de bajarse varias pintas diarias en el pub, ahí estaban los enterradores para hacer su trabajo.
Conviene precisar que no solo de alcohólicos se nutría el cementerio. Tristemente célebre era el caso de la señora Greenan, madre de trece hijos de los cuales solo seis llegaron a superar el lustro de vida. El resto se los había llevado la neumonía. Algo nada sorprendente, teniendo en cuenta que aquel barrio nuestro era el paraíso de la insalubridad. No había un solo consultorio médico ni nada que se le pareciese. Aquellas eran las peores condiciones de todo Reino Unido.
El caso era que, a nuestra edad, ni yo ni los demás chicos podíamos encontrar oportunidades laborales atractivas en el barrio. En los pubs no dábamos la altura necesaria para llegar a la barra. Solo Billy, el más alto y fuerte de todos nosotros, podía trabajar de barman. Billy aparentaba más años de los que tenía. Era rudo y cerril, aunque sospechábamos que su pose era más una fachada que otra cosa. Después de lo que pasó con Jim su aparente fortaleza se derrumbó, como tantas de las construcciones precarias que poblaban los Gorbals. Hace tiempo que dejé de tener noticias de él. Descartada la opción de trabajar en el pub, solo nos quedaba como alternativa el oficio de enterrador. Pero lo que ocurría era que el cementerio era también nuestro gran campo de juegos, nuestro lugar de evasión. Nadie quería tener que trabajar allí mientras veía cómo el resto nos divertíamos.
Los chicos jugábamos al rugby en el cementerio. Era el único lugar en todo el barrio en el que se podía pisar hierba. Aunque decir que jugábamos al rugby quizá era decir demasiado. Más bien simulábamos jugar al rugby. La pelota era un hatillo hecho con harapos. El terreno de juego nada tenía que ver con un campo de rugby, estaba sembrado de lápidas y de árboles; obstáculos que, lejos de entorpecer nuestros partidos, los hacían más emocionantes. La última vez que Escocia ganó el Cinco Naciones había sido en 1938, cuando el torneo todavía era el Cuatro Naciones. Ninguno de los chicos que acudíamos al cementerio teníamos memoria de esa época, la mayoría habíamos nacido tan solo uno o dos años antes. Así que fantaseábamos con protagonizar una nueva victoria de la selección nacional en ese torneo. Como también jugaban niños irlandeses, la rivalidad estaba servida. Jugábamos como si realmente hubiese un título en juego. Ganar uno de esos partidos producía una sensación anestésica. Eran momentos que nos arrebataban. Después de una victoria, los Gorbals se sentían menos Gorbals, como si la vida te hubiese concedido una tregua. Pero se nos pasaba rápido, casi siempre cuando el hambre comenzaba a hacernos cosquillas en el estómago. El partido que nuestros sueños jugaban contra la realidad lo perdíamos siempre. Lo sabíamos de sobra, pero aún así volvíamos al cementerio a jugar una y otra vez al rugby ficticio.
No ocurría lo mismo con Billy. Él odiaba ser un perdedor. No le bastaba con salir victorioso de vez en cuando. Quería ganar siempre. Hubo una vez en que llevó al extremo esa faceta soñadora que todos teníamos, pero que en él se volvía casi enfermiza. Se pasó una noche en vela preparando una trampa, en secreto, para utilizar durante el partido en caso de que el resultado no fuese favorable a su equipo. Lo supimos al día siguiente, y de la peor forma posible.
Cerca del final del partido la puntuación estaba igualada. Le tocaba atacar a mi equipo y yo mismo inicié la jugada. En seguida me vi cercado y terminé pasando el balón a Jim, que encaró el final del campo sorteando a los oponentes que le salían al paso, además de lápidas y troncos de árbol. Tras recorrer varios metros, solo Billy se interponía en su camino. Para nuestra sorpresa Billy no trató de frenar a Jim, simplemente le cortó el paso en una dirección, obligándole así a tomar un camino en el que solo una lápida, aunque de las más grandes, separaba a Jim de la zona de anotación. Pero todos sabíamos que aquel no era obstáculo para Jim. Era capaz de superar esa piedra y volar hasta la línea sin ningún problema. Llevaba la velocidad perfecta para realizar el salto, pero en cuanto se encontró a dos pasos de la lápida el suelo se hundió. Jim no pudo hacer nada, se estrelló contra la lápida y cayó al agujero que se formó bajo sus pies.
Sentí que esa imagen de Jim, inerte en el fondo de aquella tumba, con el rostro borrado por la sangre que brotaba de su cabeza, marcaba el final de una época. Billy contemplaba la escena con una expresión que fundía sorpresa y terror. Había sido barman y ahora se había convertido en enterrador. Lo cierto era que en aquellos Gorbals tampoco era del todo sorprendente que uno de nosotros acabase en el hoyo antes siquiera de que nos hubiese salido el bigote. Esa suerte maldita le había tocado a Jim, pero podía haber sido cualquiera. Podía haber sido yo, si hubiese decidido hacer una carrera individual en lugar de pasar el balón.
No sabría decir si fue a causa de la muerte de Jim o por cualquier otro motivo, pero creo que ese momento marcó el fin del distrito de Gorbals tal como yo lo conocí. Corría el año 1948 y ya nada volvió a ser como antes. En los años siguientes se comenzaron a demoler todas las andrajosas edificaciones en las que vivíamos, y unas torres nuevas y modernas fueron reemplazando su lugar. Las miserias del viejo Gorbals perecieron, quedaron sepultadas por cemento y ladrillo nuevos, pero aún vivas en la memoria de quienes sobrevivimos aquella época.