Asilo político

A Protestant man and woman interrupted while reading the forbidden Bible
Wood engraving by M. Klinkicht after K. Ooms.

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Cuando me llegó la oportunidad de empezar en mi primer trabajo, no me hice ilusiones. Se trataba de una sustitución en una residencia para mayores, y me había resignado a que fuese algo precario y temporal. Mis pretensiones no iban más allá de cumplir correctamente con las tareas, intentar que la experiencia, trasladada al papel, me sirviese para aumentar el atractivo de mi currículum y poco más.  

Pero visto en perspectiva, subestimé lo que me encontraría en la residencia. Podría decir que cometí un error de generación de expectativas, aunque se trata de uno de esos errores que en realidad no te importa haber cometido ya que el saldo resultante entre la expectativa generada y la experiencia finalmente vivida resulta en una ganancia inesperada.

No tenía un cometido fijo, sino que era más bien una chica para todo que danzaba al son que marcase Begoña, la directora del centro. Bajo el pretexto de velar por mi formación, me iba asignando unas y otras tareas, cualesquiera que fuesen, sin que nunca llegase a intuir yo algún patrón o hilo conductor que vertebrase ese supuesto plan de formación. La dinámica consistía más bien en que ella dictaba y el resto nos adaptábamos a sus dictados.

Un día, camino de la lavandería oí unas voces que procedían de la terraza junto al jardín. Me asomé a la puerta y descubrí que Begoña discutía con uno de los residentes.

—¡Siempre haces lo mismo! ¿Se puede saber qué pasa contigo, Herminio? ¿A cuento de qué viene esa rebeldía?

—Begoña, mujer, si es que yo me aburro con esos juegos.

—Si es la hora de la sesión de juegos, significa que los residentes tienen que estar en el salón. Que aquí no estamos de vacaciones para hacer lo que a cada uno le dé la gana —dijo Begoña, con un deje como de haber hecho el mismo reproche cien veces antes.

—Si no es por causar molestias, Begoña. ¿Pero qué mal hago yo si me quedo aquí

leyendo un rato? Prefiero estar leyendo un libro tranquilamente, o incluso salir a dar un

paseo por el pueblo, antes que aburrirme como una ostra ahí encerrado en el salón.

—Ah, no. ¡Lo que me faltaba! Quédate leyendo si quieres. Pero ni hablar de salir tú solo del centro. ¿Qué iba a hacer un viejo como tú suelto por ahí afuera? Lo que me faltaba.

Begoña se dio cuenta de que yo estaba en la puerta e hizo un gesto para que me acercase.

—Verónica, te presento a Herminio, nuestro elemento más “díscolo”. ¿Puedes quedarte

aquí con él durante la sesión de juegos?

Asentí.

—Bueno, si me necesitáis, estaré en el salón —dijo Begoña, y se fue dando un suspiro que no era de derrota, pues me había dejado allí en representación de su autoridad, pero tampoco era de victoria, pues al fin y al cabo Herminio había conseguido quedarse en la terraza.

Arrimé una silla a la mesa donde estaba Herminio. Inclinó la cabeza a modo de saludo, y me dedicó una mirada afable. A continuación, me tendió el libro que tenía en la mano. Lo sostuve, sin comprender exactamente lo que quería.

—Confieso que no puedo leer por mí mismo, pero te ruego que no se lo digas a la

directora —dijo Herminio al notar mi vacilación—. Mi vista ya no distingue bien las

letras de estos libros, incluso con gafas. Así que supongo que me vienes fenomenal. Si me

lees el libro, te lo agradeceré muchísimo; de lo contrario tendría que quedarme aquí yo

solo y aburrido, como tantas otras veces.

—Pero, entonces, ¿si yo no estuviese, preferirías quedarte aquí solo fingiendo una lectura a estar con los demás en el salón?

—Bueno, tú eres nueva aquí así que imagino que no estás al tanto de cómo funcionan realmente las cosas. Verás, todos esos juegos y equipamiento tan maravilloso que tenemos en el salón son una donación que ha hecho el excelentísimo alcalde del pueblo. Es algo que suele hacer durante la campaña electoral y, como sabes, habrá elecciones en dos semanas. Este año ha sido el bingo electrónico; y hace cuatro años había sido un proyector de cine. En fin, estas cosas gustan a los residentes. Luego, el día que toca ir a votar, la hermana del alcalde, que no es otra que nuestra queridísima directora, organiza un despliegue sin igual para llevar a todos los residentes de la mano hasta la mismísima urna a que depositemos un voto que, por supuesto, debe ser a favor del partido del alcalde.

—Pero vosotros podéis votar por quién queráis, ¿no? Puedes introducir la papeleta del partido que tú quieras en la urna, y ya está —argumenté, viendo una solución sencilla a lo que Herminio denunciaba.

—En teoría sí, pero no es nada fácil si te entregan el sobre cerrado antes de salir de aquí, y te acompañan en todo momento hasta que depositas ese voto en la urna. Sin embargo, a la mayoría no le importa mientras puedan disfrutar de todos esos juguetitos patrocinados. Pero yo no comulgo para nada con ese individuo. Es todo lo contrario a lo que yo desearía, y me niego a entregarle mi voto. Es un despropósito, Verónica. Llevo años viviendo en este asilo, y a veces lo siento más como una cárcel que como otra cosa. En fin…

Herminio suspiró hondamente y, tras un breve silencio, señaló el libro que me había entregado.

—Creo que en su momento me había quedado en la página sesenta y tres, si tienes la

bondad —dijo Herminio. Y a continuación volvió a sonreír de forma muy amable.

En los días siguientes, Herminio repitió su solitaria rutina, escaqueándose con elegancia de todo aquello con lo que se sentía incómodo. Sin embargo, descubrí que también había cosas en las que sí le gustaba participar, como en las clases de gimnasia, donde era el que más se esforzaba. También le gustaba mucho charlar con el cartero, que solía traer correspondencia al centro un par de veces por semana. Quizá encontraba en él cierta frescura y novedad, al ser alguien ajeno a la residencia, imaginaba yo.

El día que se celebraban las elecciones, tal como me había adelantado Herminio, dejaron los sobres con los votos preparados en el mostrador de recepción. Los residentes iban saliendo en grupos de cuatro o cinco, les entregaban un sobre a cada uno, y los trasladaban en coche hacia el colegio electoral. El día transcurría con esta rutina de idas y venidas cuando una de las empleadas bajó apresuradamente por las escaleras dando la voz de alarma: Herminio no se encontraba en su habitación y nadie lo había visto desde primera hora de la mañana. La directora se dirigió enseguida hacia las escaleras y yo, incapaz de refrenar mi curiosidad, fui tras ella. Cuando llegamos a la habitación de Herminio vimos que, aparentemente, todo estaba en orden. La cama estaba perfectamente hecha y la ventana estaba cerrada. Sin embargo, la repisa en la que Herminio solía tener sus libros estaba prácticamente vacía. Begoña se acercó al armario y comprobó que en el interior apenas había una o dos prendas de ropa. Se dirigió a los que estábamos parados en la puerta y preguntó:

—¿Y estaba en su habitación durante la revisión de control de la mañana?

—Sí —respondió la empleada que había dado la voz de alarma.

—¿Y nadie lo ha visto desde entonces?

Todos se encogieron de hombros. Begoña salió de la habitación a paso ligero y bajó hasta la puerta principal mientras iba dando órdenes a quienes la seguíamos.

—Preparemos dos coches y salgamos a buscarlo por el pueblo. No creo que haya podido llegar muy lejos. Un grupo empezará la búsqueda en la estación de autobuses y otro en la de trenes. Verónica, quédate en recepción y llama a la policía si no hay noticias de Herminio antes de dos horas.

Volví a ocupar mi puesto en la recepción y traté de pensar dónde podría haber ido Herminio, mientras Begoña y el resto iban en su búsqueda. Había algo que no terminaba de encajar. ¿Por qué se habría llevado los libros, si no podía disfrutar de ellos? ¿Lo habría hecho por motivos sentimentales? Después de darle varias vueltas sin llegar a ninguna conclusión, decidí subir de nuevo a su habitación, esperando hallar alguna pista. Pero cuando abrí la puerta me llevé un susto de muerte. Herminio estaba en la habitación. Había retirado la colcha de la cama y un montón de libros y prendas de ropa distribuidos con mucho cuidado habían quedado a la vista. Herminio estaba recolocando algunos libros en la estantería, pero mi aparición repentina le hizo dar un respingo y mirarme con expresión de sorpresa. Tras darse cuenta de que era yo, se relajó y rompió a reír.

—¿Pero dónde has estado todo este tiempo? —pregunté.

Herminio señaló con la cabeza una de las esquinas de su habitación, donde había colocada una mesa camilla que tenía unos faldones de tela que colgaban hasta el suelo.

—Me costó meterme ahí debajo mucho más de lo que pensaba. Y eso que he estado entrenando duro. Pero supongo que ya no tengo edad para según qué cosas.

—Pues no sabes la que has liado —dije, sin poder aguantar la risa.

—Ya imagino, ya. Por cierto, creo que nos habíamos quedado por la página ciento veinte, ¿no? —dijo Herminio, mientras me tendía uno de sus libros.

Pasamos un buen rato leyendo en la terraza. Cuando Begoña volvió a la residencia, ya estaba al tanto de lo ocurrido, y se presentó en la terraza hecha una furia.

—¡Te parecerá bonito! Nosotros buscándote por todas partes y tú aquí tan tranquilo.

—Pero Begoña, ¿qué iba a hacer un viejo como yo suelto por ahí fuera? Simplemente estaba por aquí con mis cosas.

—¡Pues qué buen día has elegido para hacer travesuras! Supongo que no se te ha pasado

por alto que eran las elecciones. Tú, que te tienes por alguien tan responsable y comprometido, y resulta que faltas a tu deber de ciudadano.

—No, qué va. Si yo ya he votado.

—¿Has votado? ¿Cómo que ya has votado? —preguntó Begoña, incrédula.

—Sí, pero por correo —respondió Herminio, que parecía divertirse con el desconcierto de Begoña.

—¿Por correo? ¿Y por quién has votado, si se puede saber?

—No lo recuerdo, la verdad. Supongo que ya no tengo memoria para según qué cosas.

Begoña se mordió el labio y, dando un giro brusco, se dirigió decidida a la salida de la

terraza. Antes de cruzar la puerta se volvió brevemente hacia donde estábamos y dijo:

—Espero que te hayas divertido hoy, porque a partir de mañana te voy a tener muy vigilado, Herminio. Se te va a acabar la tontería.

Yo miré a Herminio con gesto preocupado, pero él mantenía en todo momento un semblante tranquilo y triunfal. Cuando el silencio volvió a la terraza, Herminio señaló con su mirada el libro que tenía entre mis manos, y yo retomé la lectura donde la habíamos dejado.

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